Volcán de La Palma

Llamas, humo, ceniza

Ya no habrá paisaje. Imposible el regreso a lo que fue, porque todo lo que fue estará –está ya, ahora mismo–, sepultado, enterrado, hecho roca, dura piedra

Siete días de infierno en La Palma por la erupción del volcán

Siete días de infierno en La Palma por la erupción del volcán

Josep Maria Pou

Por qué confiar en El PeriódicoPor qué confiar en El Periódico Por qué confiar en El Periódico

Es muy posible que haya batido un doble récord: récord de permanencia –inmóvil– en el sofá, y récord de atención –hipnótica– ante el televisor. Una semana entera. No recuerdo otra situación parecida. Algún acontecimiento puntual me retuvo, en ocasiones, pendiente de la televisión el tiempo preciso para satisfacer mi curiosidad o mi codicia informativa, pero lo de esta pasada semana ha sido (y es, sigue siendo) excepcional: abducido por el fuego, por el rojonaranja de las llamas, por las flamígeras columnas, por el rugido de la montaña, me resulta imposible centrar mi atención en ningún otro asunto. Imposible rechazar la atracción, apartar los ojos, rebajar el asombro. Imposible no seguir, hora a hora, metro a metro, el camino de la lava cuesta abajo.

Consciente, pero, de que lo importante son las cerca de seis mil personas que han tenido que abandonar sus hogares. Y las quinientas edificaciones –viviendas, colegios, industrias– destruidas por la fuerza de la colada. La pérdida de pasado, presente y futuro, todo al tiempo. Nada más importante. Y nada más admirable que la solidaridad generada de inmediato. La empatía. Nada más emotivo que el abrazo que surge espontáneo y quiere ser consuelo y compañía al tiempo.

Me gustaría señalar, sin embargo, lo que esta catástrofe tiene de distinta. Lo que hace que aumente el desconsuelo. Después de un incendio, un terremoto o una furiosa embestida de las aguas, es normal que, una vez vuelta la vida a su cauce, las personas regresen a sus viviendas con el afán de recuperar bienes y recuerdos, y de reconstruir techo y paredes sobre los mismos queridos cimientos. Es el consuelo. Pero esto no va a ocurrir en la isla de La Palma. Lo que hace este caso inconsolable es que una vez callado el volcán y aventada la ceniza, ya no habrá adonde volver. Porque ya no habrá paisaje. Imposible el regreso a lo que fue, porque todo lo que fue estará –está ya, ahora mismo–, sepultado, enterrado, hecho roca, dura piedra.

La naturaleza se impone. Y lo hace, a veces, en forma de espectáculo ante el que no nos queda sino resignarnos al papel de espectadores. Terrible, abrumadora impotencia. Aquellos que tengan mi edad habrán recuperado estos días en su memoria películas que vieron de niños. Dos en concreto: 'Los últimos días de Pompeya' y 'Cuando ruge la marabunta'. Las dos se me agolpan y confunden. Imágenes que en su día me mantuvieron clavado, aterrorizado, en la butaca del cine de sesión continua, vuelven ahora mezcladas con las de los drones que sobrevuelan el volcán de Cabeza de Vaca. Y entro en contradicción. Pienso que lo que es un drama terrible para algunos, no puede convertirse en el entretenimiento de la mayoría. Intento dilucidar cuánto hay de preocupación, cuándo de fascinación, cuánto de curiosidad y cuánto de distracción en las horas pasadas frente al televisor. Y no saco el agua clara. Quizás porque solo hay magma. Quizás porque solo hay fuego. Quizás porque ardemos todos en el mismo infierno.

Suscríbete para seguir leyendo