Turismo y vulcanología
El malpaís, la tierra yerma, ya existía antes de que la tierra escupiera lava
Olga Merino
Periodista y escritora
Escritora y periodista. Master of Arts (Latin American Studies) por la University College of London (Beca La Caixa/British Council). Fue corresponsal de EL PERIÓDICO en Moscú en los años 90. Profesora en la Escola d'Escriptura de l'Ateneu Barcelonès. Su última novela: 'La forastera' (Alfaguara, 2020).
Olga Merino
Le ha caído la del pulpo a Reyes Maroto. En plena erupción del volcán de Cabeza de Vaca, la ministra ofrece la isla de La Palma como un reclamo turístico para contemplar un «espectáculo maravilloso» que regala la naturaleza. La tierra escupe fuego y azufre, una lengua de lava arrasa casas y cultivos, pero aquí no pasa nada; los hoteles siguen abiertos, vengan ustedes a disfrutar de la pirotecnia telúrica. Una metedura de pata, no cabe duda, pero a la ministra la ha traicionado la tremenda presión para que el archipiélago canario recupere los niveles de afluencia turística antes de que estallara la pandemia. Ahí radica el problema, justamente ahí.
En el fondo, la titular de Industria —es un decir—, Comercio y Turismo no iba tan descaminada; a buen seguro que, en los próximos días, habrá quien se desplace a La Palma para fotografiar fumarolas y recoger piedras volcánicas. Para gustos, colores. En Medellín tienen un ‘tour’ organizado para recorrer los lugares que hicieron un mito del narco Pablo Escobar. También es posible viajar a la zona de exclusión radiactiva en torno ala central de Chernóbil y pasear por la ciudad fantasma de Prípiat, en Ucrania, para comprobar de primera mano el vacío tras una explosión nuclear. Por no hablar de las manadas que abarrotaban Memorial de Auschwitz-Birkenau antes del covid para hacerse un selfi comiendo un perrito caliente frente a la entrada del campo de exterminio. Lo llaman ‘darktourism’ (turismo oscuro) o tanatoturismo. La banalidad del mal.
Pero volvamos a lo nuestro, al ‘vulcán’, como dirían los isleños. No habrá sentado muy bien el desliz de la ministra goda en el archipiélago, sobre todo por la falta de empatía, por el desdén peninsular que esconde. Metidos a vulcanólogos improvisados, hemos aprendido algunas palabras sobre la materia, entre ellas el término «malpaís», que define el terreno estéril y árido que genera una explosión volcánica. Malpaís, así, en castellano, se ha introducido en el diccionario universal de la geología, como en su día exportamos «guerrilla», «paella» y «siesta». Lo malo es que el malpaís, la tierra yerma, ya existía antes de que el volcán entrara en erupción. Ahora mismo, según datos de Cáritas, 400.000 canarios viven en la pobreza extrema, y la irrupción del covid ha hecho que los índices de exclusión social se disparen en el archipiélago en un 20% en el último año. Es lo que sucede, supongo, cuando lo fías todo a una carta. La carta del turismo.
Estos días me he acordado de la magnífica novela ‘Panza de burro’, de Andrea Abreu (Tenerife, 1995), sobre el tránsito a la adolescencia de dos niñas que viven en un pueblo de una isla canaria, una isla pobre, con el cielo siempre encapotado de calima, como un mal presagio. En un capítulo, la protagonista imagina el despertar del volcán, el río de lava: «Y ya mi madre no tenía que ir nunca más a los hoteles, ni a las casa rurales [a limpiar], ni mi padre a la ‘costrusión’». El mar se traga la isla entera, vuelta fuego, y escupe luego una burbuja de aire. Glup.
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