Urbes arboladas

Juli Capella

Arquitecto

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3-30-300: más verde urbano

El verde en la ciudad no es un decorado embellecedor, sino un elemento funcional imprescindible para la salud y el bienestar

Bosque

Bosque

Que todo el mundo pueda ver desde su ventana al menos tres árboles. Que tengamos calles cubiertas, al menos, con el 30% de dosel arbóreo. Que estemos a 300 metros, como máximo, de un parque de al menos una hectárea. Esta fórmula nemotécnica es la propuesta lanzada por el ambientalista Cecil Konijnendijk, de origen holandés, afincado en Barcelona, director del Nature Based Solutions Institute, un organismo internacional que se encarga de promover el arbolado para mejorar la vida en las ciudades. Maurizio Corrado, uno de los promotores de la Vegetectura, la arquitectura vegetal, afirma que fueron las plantas quienes hicieron nacer las ciudades. Cuando éramos nómadas pululantes no hacía falta urbes. Pero, cuando empezamos a plantar para alimentarnos de forma estable, tuvimos que quedarnos cerca de la cosecha. De hecho, adoptamos su estilo de vida, nos enraizamos. Nosotros cercamos huertos y ellos nos encerraron en ciudades. Y desde entonces estuvimos separados, hasta hace muy poco.

La primera vez que se plantaron árboles dentro de la ciudad de Barcelona fue en 1702. En La Rambla, chopos y olmos, recordando su origen de riera. Y fue una gran novedad, pues las urbes, por entonces, eran mera sucesión de edificaciones alineadas con un espacio en medio para acceder: la calle. Que al principio fue de nadie, un espacio desvalido, hasta que poco a poco se fue convirtiendo en de todos. En 1821 se plantaron árboles siguiendo el eje del paseo de Gràcia. Frente al Palau Robert aún se encuentra una encina solitaria ente plátanos, a la que Verdaguer dedicó un poema preguntándole si no añoraba estar en el bosque. Finalmente fue Cerdà quien sistematizó arbolar las nuevas calles, plantando un ejemplar cada ocho metros.

En Barcelona nos toca casi a un árbol por habitante, pero solo si echamos mano de Collserola, donde están la mayoría, apelotonados

Pero Barcelona arrastra un gran déficit de verde. Por un planeamiento escaso en jardines y parques y por un desmedido afán edilicio que traicionó el verde interior de la manzana originaria de Cerdà. Falta porcentaje de superficie verde, sea esta a pie de calle, vertical o en azoteas. La masa arbórea es importante por muchos motivos, es un filtro natural que limpia el aire, al retener partículas contaminantes. Genera oxígeno en su crecimiento. Aminora la contaminación acústica. Crea un efecto parasol que evita el sobrecalentamiento del suelo. El mismo pavimento bajo su sombra puede reducir hasta una docena de grados la temperatura. Y ahora también valoramos que sea un depósito natural para retener CO2, en la urgente lucha contra el cambio climático que ya nadie ignora. El verde embellece la ciudad, la hace más afable, más acogedora. Imaginemos cómo sería pasear sin su cobijo, con nuestro clima, y durante la canícula. Está científicamente estudiado, como ha expuesto el Instituto de Salud Global de Barcelona, el beneficio del verde para la salud, no solo física sino también mental.

El Ayuntamiento está a cargo de 330.000 árboles, y de éstos, 150.000 salpican las calles. Pero en el municipio de Barcelona hay 1,4 millones de árboles. Nos toca casi a un árbol por habitante, pero solo si echamos mano de Collserola, donde están la mayoría, apelotonados. Ese parque ocupa el 20% de los escasos 102 kilómetros cuadrados de la ciudad, donde el 80% está totalmente urbanizado. Nos encontramos pues con un ratio desolador de verde, en el Eixample claramente ridículo: 1,3 m2/habitante. En Gràcia apenas 3,5, cuando la OMS marca un mínimo de 10 y aconseja 15. Madrid cuenta con 16 y Vitoria con 21. Por otro lado, solo el 48% de barceloneses tienen un parque a menos de 300 metros. Tener verde no es un capricho romántico, sino una urgencia como ahora sabemos. El urbanismo pasado no tuvo suficientemente en cuenta esta prioridad. Se olvidó de la salud. 

Durante el primer estado de alarma, andando por las calles vacías, cada árbol del camino se me antojaba como un personaje amigo. Un signo de vitalidad. Un día abracé uno, sin vergüenza, pues nadie iba a verme, estaba solo. Le di las gracias, y de paso aproveché para medir su diámetro. Calculé que tenía más o menos mi misma edad. ¿Era ese mi árbol? Me gustaría que a mis hijos no les tocase solo uno por cabeza sino varios y variados. Y que se cuidasen mutuamente durante toda la vida, compartiendo, agua, aire y raíces.

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