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Una vacunación desigual

Mientras en los países del primer mundo empiezan a caducar dosis, en otros las campañas de inmunización apenas alcanzan al 1% de la población

Una sanitaria de COVAX inocula con Astrazeneca en Nairobi.

Una sanitaria de COVAX inocula con Astrazeneca en Nairobi. / Monicah Mwangi / Reuters

Parece haber caído en saco roto la insistencia en que el combate contra el coronavirus solo puede tener un desenlace positivo si progresa de forma coordinada a escala mundial. De poco sirve que algunos países frenen el covid si en la otra parte del planeta este sigue avanzando. El virus no sabe de fronteras y ha demostrado su capacidad de expandirse. Nos encontramos ante un reto mayúsculo que nos atañe a todos, por solidaridad y porque la única respuesta efectiva contra la pandemia es la auténtica inmunización global.

El informe de Amnistía Internacional (AI) sobre la progresión asimétrica de las campañas de vacunación -bastante veloces y sostenidas en el mundo desarrollado, extremadamente limitadas en el resto del planeta- es un amargo reproche a las farmacéuticas y al reducido club de estados que han acaparado las compras de la gran arma para vencer a la enfermedad. Mientras en algunos países, entre ellos España, empiezan a caducar dosis y, al mismo tiempo, se prepara la administración de una tercera inyección a grupos especialmente vulnerables, en amplísimas regiones de África, Asia y América Latina las campañas de vacunación alcanzan a un porcentaje muy pequeño de la población, por no decir que son meramente simbólicas. Como señala el informe de AI, ni los llamamientos de la OMS ni la concreción en hechos del programa Covax han servido para buscar fórmulas que eviten un agrandamiento de las desigualdades. Subraya la gravedad del momento el simple hecho de que la población vacunada en bastantes países de la UE se sitúa por encima del 70% y que en muchos lugares con economías deprimidas y una demografía desbocada apenas llega al 1%.

Ante este problema, la comunidad internacional debe adoptar un papel más protagonista. Más que poner el foco en los países que han destinado más recursos a vacunar a su población, son los organismos como la ONU los que pueden actuar mejor para resolver estas desigualdades. Una entidad supranacional, que hable como una sola voz en nombre de todos los países, dispone de una autoridad y poder de persuasión que no deberían desdeñarse en una hipotética negociación con las farmacéuticas para ver qué pueden aportar los grandes laboratorios, como la liberación momentánea de las patentes, sin menoscabar el derecho de estas empresas a recuperar las inversiones hechas en investigación y desarrollo. Si la negociación no fructifica, la comunidad internacional aún cuenta con otras cartas, como presionar con que los países más ricos reduzcan sus compras a los laboratorios más renuentes a facilitar el acceso a la vacuna a los más pobres. Que los estados más desarrollados, a modo individual, ayuden directamente a los más desfavorecidos es otra de las soluciones posibles, si bien podría dar paso a tensiones entre países que se evitarían con una respuesta solidaria global. 

En un ambiente como del de ahora, propenso a creer que lo peor ha pasado, no es negligible el riesgo de reactivación de la pandemia a partir de regiones con un porcentaje de vacunados muy pequeño en las que puedan aparecer nuevas mutaciones más resistentes. Esto es, la posibilidad de un agravamiento de la situación actual no depende solo de la observancia de las medidas de prevención y de que una parte del planeta adquiera la inmunidad de grupo o poco menos, sino de que tal inmunidad se dé en todas direcciones. Los gestores públicos harían bien en proveer recursos para que la vacunación avance allí donde ahora brilla por su ausencia. No hacerlo puede ser la antesala de un gran fracaso.