Recuerdos

La herencia del alzhéimer

La semana próxima se celebra el Día Mundial del Alzhéimer. La vida es memoria y coleccionar momentos, pero también el modo en que nos recordarán los demás

Los neurólogos expresan sus cautelas ante la aprobación en EEUU de un nuevo fármaco contra el Alzheimer

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Jorge Fauró

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La vida es nuestra memoria. Somos la suma de nuestros recuerdos, de nuestro pasado y de la experiencia vivida. Cuando uno de estos nos abandona perdemos todo lo acumulado en el disco duro y parte de nuestra existencia queda relegada al álbum de recuerdos de nuestros seres queridos. Por eso el 21 de septiembre se celebra el Día Mundial del Alzhéimer, para “recordar” -en el caso de España- que más de 800.000 personas padecen esta enfermedad y que cada año se diagnostican 40.000 nuevos casos.

Mi madre murió de alzhéimer. Desde entonces no me acostumbro a tics -tan habituales en una persona sana- como la mente en blanco, las incómodas lagunas o ese título de película que nos ronda en la punta de la lengua y que al final resolvemos empleando el atajo tramposo de una búsqueda en Google. A veces, como ejercicio, me sorprendo recordando la formación más reconocible de Yes, aquella que tenía a Rick Wakeman a los teclados; enumero mentalmente los nombres de mis bajistas preferidos y cito de carrerilla a John Entwistle, Stanley Baker y Jaco Pastorius; me regodeo satisfecho cuando advierto que no he olvidado el comienzo de 'El Castillo' ("Cuando K. llegó ya era tarde. Una espesa nieve cubría la aldea") o los finales de 'El Proceso' ("Como un perro, se dijo, …") o el 'De profundis', de Oscar Wilde. Puede que a ustedes les parezca una extravagancia. Lo hago para mantener en forma el hipocampo y alejar cada día la distancia entre el hoy y esa hora imprevista -cabe la posibilidad- en que me sobrevenga el alzhéimer o alguna otra enfermedad que elimine mis datos. En ocasiones me detengo en un pensamiento y trato de averiguar cuál era el anterior, el que me llevó al más reciente, y así hacia atrás, uno a uno, sorprendiéndome de que pueda recordar tres o cuatro como quien es capaz de conservar ese último sueño antes de despertarse, el único que habitualmente retenemos de entre los tres y seis que nos agitan a lo largo de varias horas con la oreja pegada a la almohada.

Recuerdo a mi madre y pienso en esos 40.000 diagnósticos nuevos cada vez que se acerca la semana en que el mundo científico y las organizaciones sociales ponen el acento en la lucha contra esta patología que es causa de demencia. En mi familia comenzamos a pensar que algo extraño ocurría cuando aquella mujer tan menuda como enérgica comenzó a guardar los cartones de leche en el lavavajillas. Sorprendida en un acto tan poco corriente, mi madre buscaba cualquier excusa para justificarse. No me gusta la leche fría, no hay sitio en la alacena... Las alarmas sonaron cuando nos la devolvieron a casa cerca de la medianoche. En plena calle y en un barrio donde no es recomendable salir a según qué horas, un par de almas buenas se extrañaron de que una mujer de 80 años anduviera sola tan tarde con una bolsa de la compra y el monedero en la mano. "Iba a la tienda a comprar leche", se excusó. Devuelta al hogar -nunca salía sin su carné de identidad- regresó a su mundo y abrió el lavavajillas.

Uno nunca se acostumbra a ese momento en que te dicen que es posible que la persona que te ha traído al mundo no recuerde tu nombre, si tienes hijos o hijas, qué profesión elegiste o en qué parte del mundo vives. Al lado de ello, guardar la leche en el lavaplatos puede considerarse hasta una originalidad. Cuando compruebas que no lo es te das cuenta de que debes reconstruirle el pasado como los padres argamasan nuestra infancia, a base de recuerdos, experiencias, viajes. Después de todo, como dijo el payaso protagonista de la novela de Böll, vivir es coleccionar momentos.

Con sus lagunas entremezcladas con soliloquios próximos al disparate que le hacían confundir a su nieto con un celador, mi madre fue feliz durante los cuatro años que pasó en la residencia, donde le garantizaban a ella y a su familia la atención médica requerida, cuidados 'ex profeso' para su enfermedad y la compañía de personas de su edad ante las que presumía de hijos y de nietos en las fases en que su cerebro marcaba el horario de Greenwich. En sus últimos días compartía habitación con otra mujer que hacía tiempo había olvidado la cara y la identidad del hombre con quien había pasado los últimos 60 años de vida. La recuerdo porque esa mujer marchita llena de escaras y bellísima con su cabello blanco de anciana proyectaba aún un amor infinito que hacía que su esposo acudiera cada día a visitarla con la esperanza, decía, de que al despertar lo encontrara allí. Jamás despertó. Mi madre había muerto momentos antes, días después de que recitara por última vez las canciones que su padre le cantaba de pequeña antes de la Guerra Civil. Entonces pensé que en la vida es mejor hacer buenas obras. Es probable que nosotros las olvidemos, pero de ello depende el recuerdo que dejemos a nuestro paso, en la memoria de otros que se eterniza en el tiempo.

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