Crisis en Afganistán

Los talibanes, menos enemigos

La vieja fórmula de la diplomacia imaginativa más la fuerza, del gusto de Henry Kissinger desde hace medio siglo, no es adecuada para el presente

Las fuerzas especiales de los talibanes acceden al aeropuerto internacional de Kabul

Las fuerzas especiales de los talibanes acceden al aeropuerto internacional de Kabul / WANA NEWS AGENCY

Albert Garrido

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Diferentes voces autorizadas preparan el terreno, con más o menos énfasis, para que la coordinación de Estados Unidos con el Gobierno talibán en la lucha contraterrorista no haga tambalear las convicciones más profundas de cuantos han creído durante 20 años que en el avispero afgano estaba clara la distinción entre amigos y enemigos. Como ha razonado, entre otros, el profesor Olivier Roy, el riesgo de una reactivación del terrorismo global no reside en los talibanes, que nunca lo practicaron, sino en el Estado Islámico, una de cuyas franquicias probó en Kabul su capacidad de agredir. Puede decirse que el zarpazo yihadista en mitad de la retirada occidental envió a las partes una señal contundente para que la 'real politik' ocupara el escenario al punto de que el Pentágono ve factible ahora cooperar con el nuevo régimen en materia antiterrorista.

Los talibanes sacaron enseñanzas muy sólidas del error cometido en su día al asociar su suerte a la de Al Qaeda, a la estrategia de desafío global diseñada por Osama bin Laden que culminó con los ataques del 11-S. La paciencia de los líderes talibanes, que aguardaron el debilitamiento de Unión Soviética para hacerse con el poder en Kabul en 1996, quedó sin efecto ante la reacción estadounidense, que en dos meses –octubre-diciembre de 2001– puso en desbandada a los muyahidines talibanes y a los de Al Qaeda. Ahora, después de dos décadas de espera, alentados por la torpeza de Estados Unidos para gestionar la situación, andan con pies de plomo para que en ningún caso se les vincule con el reto planteado por el Estado Islámico, al que identifican como el mayor de sus adversarios interiores.

Lo cierto es que en el universo islamista siempre han coexistido dos formas diferentes de hostigar a Occidente, en general, y a Estados Unidos, en particular. La representada por Al Qaeda se basó en los mejores días de la organización en atacar en cualquier parte sin tener una base operativa que cupiera identificar con un territorio propio; se fundamentó en una estructura de mando piramidal y muy centralizada. La representada por el Estado Islámico y llevada a la práctica por AbúBakr el Bagdadi estimó necesario disponer de un espacio reconocible –el califato– y de una capacidad de movilización exterior en todas direcciones bastante descentralizada.

La organización de los talibanes nunca se ajustó a uno de los dos modelos. Antes y después de la derrota de 2001 circunscribió su actividad al territorio afgano, limitó el combate a la impugnación del régimen tutelado por Estados Unidos y a la presencia de las potencias ocupantes, pero nunca pretendió ir más allá de las fronteras del país. Hamed Rashid, autor de 'Los talibanes', un libro de referencia, sostiene que los nuevos gobernantes de Kabul están dispuestos a comprometerse en el combate contra los diferentes grupos terroristas que en algún momento han utilizado o pretenden utilizar en el futuro Afganistán como base de operaciones. No es exagerado decir que los talibanes aspiran a alguna forma de legitimación práctica y que Occidente, especialmente Estados Unidos, desea que se concrete para que sea menos chocante el entendimiento con los enemigos de ayer.

El profesor de Yale Samuel Moyn coincide en 'The New York Times' con muchos 'think tanks' al apreciar un encubrimiento del militarismo en las invocaciones a la democracia y los derechos humanos hechas por muchos presidentes. Por el contrario, la justificación de Joe Biden de la retirada de Afganistán, escribe Moyn, desnudada de tal retórica encubridora, da con los indicios suficientes para concluir que la Casa Blanca “no tiene planes de abandonar el contraterrorismo”. Y precisa, cabe añadir, la complicidad de fuerzas no precisamente afines. La vieja fórmula de la diplomacia imaginativa más la fuerza, del gusto de Henry Kissinger desde hace medio siglo, no es adecuada para el presente.

Cuando Josep Borrell dijo que los talibanes habían ganado la guerra y había que hablar con ellos, fue objeto de severa crítica. Comparadas con la disposición del Pentágono a entenderse con los gobernantes afganos para neutralizar al Estado Islámico, sus palabras resultan extremadamente comedidas. Sigue vigente el viejo proverbio árabe "el enemigo de mi enemigo es mi amigo". De momento, al menos.

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