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Una herida que restañar

Es necesario reconocer, y no con la boca pequeña, que los plenos del 6 y 7 de septiembre abrieron una grieta entre los catalanes que aún no se ha cerrado

Pleno del Parlamento en el que se aprobó la ley del referéndum

Pleno del Parlamento en el que se aprobó la ley del referéndum / FERRAN NADEU

En los tres aniversarios del desastroso otoño de 2017 que se han sucedido desde entonces, el independentismo ha repetido un singular ejercicio de memoria selectiva. Ha insistido incesantemente en el recuerdo de la desmedida actuación policial del 1 de octubre, confiando en que esa herida abierta justificaba actuaciones que desde el punto de vista democrático no tienen otra fuente de legitimidad. En cambio, ha pasado de puntillas sobre la fallida declaración de independencia del 27 de octubre, que ofrece una imagen poco reconfortante de su propia actuación. Y sobre todo, se ha negado a analizar lo sucedido en los plenos parlamentarios del 6 y el 7 de septiembre. Una herida menos visible pero más profunda. Dos fechas que en su memoria solo aparecen para hacer escarnio de la actuación de la oposición parlamentaria que estaba viendo vulnerados sus derechos (y los de la mayoría de votantes a los que representaban) pero que cuestionan todas sus actuaciones posteriores y todo el discurso de un enfrentamiento entre España y unos valores democráticos representados en exclusiva por el independentismo.

Las leyes de convocatoria del referéndum y de desconexión establecían que de una consulta convocada al margen de la ley, reconocida solo por una parte de la sociedad catalana, en un proceso de escrutinio controlado solo por ese sector y sin la exigencia de un mínimo de participación se derivaba un «mandato democrático». Dejaban también sin efecto una Constitución y un Estatut que, tal como fueron votados por la inmensa mayoría de los catalanes, establecían que solo podían ser modificados por otra mayoría amplia del electorado, que el independentismo se quedó lejos de obtener. Ese día se abrió una herida que acabó simbolizada por ese hemiciclo semivacío en que la mitad de los parlamentarios aplaudían su efímera victoria. La del movimiento político que representaban sobre los representantes de la otra mitad de los catalanes. 

Ahora, sin la presión ambiental del 155, del juicio y la sentencia del ‘procés’ y de la reclusión de los líderes que se personaron ante la justicia, se abre un resquicio a la autocrítica. Es lógico que el independentismo no se sienta cómodo mirándose en el espejo de esos días. Pero no basta con apartar la mirada. En la práctica, más que en la retórica, las fuerzas que constituyen el Govern de la Generalitat no consideran que de las actuaciones de esos días se derive un mandato democrático válido que conduzca a la independencia (o no actúan como si así fuese). Y han empezado a reconocer como interlocutores válidos a quienes ese día discreparon de ellos, en lugar de proclamar que ni siquiera son dignos de mirarles a los ojos sin avergonzarse (o al menos se sientan en la misma mesa, aunque no se hayan retractado de ciertas posturas de superioridad moral). Pero una parte no menor del independentismo representado en las instituciones sigue aferrado a la retórica del «mandato del 1-O» sin reconocer los profundos déficits democráticos de su postura. E incluso el que transita por la vía del diálogo y de la reparación del daño causado, en el tejido social de Catalunya y en el prestigio y operatividad de sus instituciones de autogobierno, demuestra que aún tiene pendiente una reflexión (o cuanto menos un reconocimiento público de haberla hecho) cada vez que plantea el evidente problema político a solucionar en Catalunya como un conflicto entre un pueblo unánime en su propósito y un Estado represivo. Sin cerrar las heridas que se abrieron entre catalanes, sin reconocer su existencia para empezar, no hay otro futuro que su perpetuación.