Cine y arte

Cómo visitar un museo

Disfruto tanto mirando las obras expuestas como a los visitantes que las contemplan. Es como observar a la humanidad a una escala razonable

Visitantes ante la Coronación de Napoleón en el Museo del Louvre.

Visitantes ante la Coronación de Napoleón en el Museo del Louvre. / periodico

Care Santos

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Aprovecho los últimos días de agosto para visitar o revisitar museos, donde disfruto tanto mirando las obras expuestas como a los visitantes que las contemplan. Es como observar a la humanidad a una escala razonable, la de las salas numeradas de una exposición.

La primera gran división es la de los lentos y los rápidos. Los primeros se detienen ante todo, leen los carteles, estudian los detalles, escuchan con fervor la audioguía, extravían la mirada unos segundos, siguen. Dan un poco de rabia: siempre parece que se enteran de todo mucho mejor que tú, que son más aplicados, más pacientes.

Luego están los rápidos. Los que nunca alquilan una audioguía y solo leen los rótulos a medias. Pasan por delante de las obras como si pasaran revista a una tropa. Hacen comentarios despistados, imprecisos, a veces absurdos. No necesitan detenerse. Me recuerdan a los personajes 'Bande à part', una película de Jean LucGodard que vi hace mucho, que corren como locos por las salas del Louvre no para ver los cuadros sino para batir un récord de velocidad.

Se puede pertenecer a la categoría intermedia. Ni lentos ni rápidos, los intermitentes. Solo van a lo que les interesa, obviando lo demás. A menudo son obsesos de una sola obra. Como el personaje de Donald Sutherland en la serie 'The Undoing', que pasa horas sentado frente a un lienzo de William Turner en una de las preciosas salas de la Frick Collection de Nueva York. Tanto que su hija acude allí cuando quiere hablar con él. Aplaudo esa idea de los guionistas. Es más, llevo días pensando delante de qué obra de qué museo del mundo me gustaría a mí recibir a mis amistades o, sencillamente, sentarme a pensar en mis cosas.

Esos banquitos de los museos son un lugar formidable donde pasar el rato. La alternativa culta a la silla de La Rambla o a la contemplación de obras públicas. Parecen hechos para que se sienten en ellos un par de personajes de Woody Allen: gente que habla y habla sin parar, comentando las obras o comentándose a sí mismos. Como Diane Keaton y el propio Allen hacen en 'Manhattan', por ejemplo. No creo que haya otro director que haya hecho tanto por los museos como Allen. Viendo sus películas a muchos nos entraron unos deseos formidables de recorrer salas llenas de cuadros, de tener frente a ellos conversaciones profundas e inverosímiles o citas amorosas secretas. Y eso que los personajes de Woody Allen raramente miran las obras expuestas.

Luego tenemos a los visitantes que van al contrario, en el sentido literal. Los que no disfrutan del orden establecido y prefieren elegir su propia ruta. Los hay en todas partes, claro, pero en lo museos resultan más visibles y también más molestos. Y en estos tiempos de orden y distancias, corren el riesgo de ser regañados por el personal de las salas. De hecho, en los últimos días he asistido a un par de esas broncas.

Por último, están los que no se lo toman en serio, los que están a otra cosa. Han ido al museo a reírse de cómo Picasso pintaba a los animales o de las ensoñaciones inconcebibles de Dalí y lo hacen sin disimulo y a gritos, como si no molestaran a nadie. Son ruidosos y, por fortuna, no abundan. Extraños son también los que se emocionan tanto al contemplar alguna obra que no logran disimularlo. Nunca olvidaré a una señora, hace años, que lloraba a lágrima viva delante del 'Guernica', por entonces recién llegado al Reina Sofía. Sin duda había algo muy personal en aquellas lágrimas, algo parecido a lo que le ocurre al personaje de Ingrid Bergman en 'Viaje a Italia', que mientras mira las esculturas de las danaides del Museo Arqueológico de Nápoles en realidad ve los pedazos ya insalvables de su matrimonio.

Y ya que este artículo ha terminado por convertirse en un recorrido por los museos dentro del cine, voy a acabar proponiendo un viaje: 'El arca rusa'. ¿Qué ocurriría si pudiéramos caminar una hora y media sin descanso por el Hermitage de San Petersburgo, asomándonos no solo a las salas sino también a lo que ocurrió en ellas? Eso es lo que cuenta esta película insólita y magnífica de Aleksandr Sokúrov. El sueño de todo amante de los museos y, ya puestos, de todo eslavófilo. Un buen final de vacaciones.

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