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Con techo, pero sin hogar

Que Barcelona deba alojar en pensiones a casi 2.000 personas es otra demostración más de la necesidad de un parque público de vivienda social

Activistas de la PAH en una protesta ante un desahucio

Activistas de la PAH en una protesta ante un desahucio / Ferran Nadeu

Cuando un procedimiento de desahucio no acaba con un acuerdo para asegurar un alquiler social a los afectados, o con un aplazamiento como los miles que se han producido gracias a la moratoria vigente durante la pandemia, se inicia un duro itinerario. La cara B de los desahucios. Un destino que las familias que han perdido su hogar comparten con otros colectivos en situación de emergencia social, como los sintecho que consiguen salir del circuito de la calle o los centros de día, o las víctimas de violencia machista. 

Los recursos establecidos para reaccionar ante las diversas situaciones de emergencia habitacional son varios. Según la última memoria publicada por la Agència de l’Habitatge de Catalunya, en 2020 se concedieron 55.420 prestaciones para pago de alquiler, 1.353 prestaciones de urgencias y 5.370 ayudas a residentes en el parque de vivienda pública de la Generalitat, y se contrataron 648 viviendas a través de las mesas de emergencias y 2.828 viviendas de inclusión social. Además de 2.614 ayudas extraordinarias al alquiler por la situación creada por el covid. Una batería de acciones que, con todo, no da la medida de las auténticas necesidades, y en la que destaca el reducido número de actuaciones en las que el recurso a utilizar es una vivienda social de la propia Administración, con un parque irrisorio tras años de desatención por parte del Govern.

En el caso de Barcelona, el Ayuntamiento dispone, como mecanismo extraordinario para poder actuar más allá de las limitaciones del insuficiente sistema de vivienda social, de un contrato con empresas turísticas para ubicar en pensiones a personas en situación de emergencia. Barcelona invirtió 9,8 millones de euros para atender a través de este mecanismo a 1.047 personas en 2018 y la crisis de la pandemia se ha hecho notar de forma clarísima en el 2020, cuando este servicio ha tenido que dar techo a 1.810 personas, con un gasto de 23,9 millones de euros. 

Los trabajadores de los servicios sociales municipales señalan que esta alternativa dista mucho de ser ideal. Es un esfuerzo notable para evitar que las personas que deben dejar su casa se vean arrojados a la calle. Pero las condiciones de vida que ofrece una habitación en una pensión son incompatibles con las que requieren personas con salud precaria o, por supuesto, las de familias con menores que mientras malviven en esta situación no ven cubiertas correctamente sus necesidades alimenticias, tienen serias dificultades para poder desarrollar sus labores escolares o se ven alejados físicamente de su entorno escolar. El desarraigo se cobra su factura en forma de mala salud mental y obesidad: un techo no es necesariamente un hogar. Es evidente que la política de vivienda social tiene demasiados frentes sin cubrir, cada uno de los cuales exige soluciones específicas. Un parque de alquiler asequible, público o privado –ante la desproporción entre los ingresos de una gran parte de la población y las rentas medias en la mayoría de ciudades–, una oferta que facilite la emancipación juvenil y una serie de recursos de emergencia públicos entre los que la opción de un cuarto en una pensión debería limitarse a realmente a urgencias inmediatas, y no convertirse en el modo de vida, incluso durante un año, para familias enteras. Las necesidades son tantas que es evidente que los recursos dedicados a cubrirlas son solo una gota en un océano. Y si el final de la moratoria de desahucios deja sin casa a decenas de miles de inquilinos como temen las entidades sociales, incluso soluciones que ahora aparecen como parches pueden no ser suficientes.