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Egoísmo inmunitario

Ante un problema sanitario global, buscar una supuesta seguridad en el interior de las fronteras de cada país ya se ha demostrado que es injusto e inútil

Personal sanitario administra vacunas contra el coronavirus

Personal sanitario administra vacunas contra el coronavirus

La posibilidad de aplicar una tercera dosis de la vacuna que funcione como refuerzo de las ya administradas y que tenga más capacidad de generar anticuerpos, bien porque ha decrecido el nivel de protección, bien porque no son lo suficientemente potentes para combatir la variante delta, se abre paso en el Primer Mundo. Con millones de dosis almacenadas mientras el ritmo de vacunación decae durante las vacaciones, puede permitírselo.

Países como Israel ya han inyectado la tercera dosis en pacientes inmunodeprimidos o en personas mayores, una medida, restringida a los más vulnerables, que también ha sido anunciada por Francia y Alemania. En Estados Unidos, el refuerzo de las vacunas Pzifer-BioNTech y Moderna ya está planificado, en principio, para los usuarios de las residencias de ancianos y los trabajadores esenciales en las áreas de salud y emergencias, que fueron los primeros en ser vacunados el pasado invierno. Puede ser razonable. Pero después, el plan de la administración Biden prevé llegar a la población en general. Sorprende esta dinámica porque, entre otros factores a tener en cuenta, se calcula que alrededor de un 40% de los estadounidenses aún no han recibido la primera dosis, lo que plantea una duda razonable que la comunidad científica observa con incertidumbre. Para combatir la pandemia (y las variantes más agresivas del virus) ¿es mejor reforzar a los ya inmunizados o intentar ampliar el colectivo de vacunados? No hay datos concluyentes, aunque muchos investigadores defienden que no es seguro que una tercera dosis generalizada vaya más allá de lo que, hoy por hoy, están consiguiendo las vacunas: que disminuya la gravedad de los síntomas y que no se llegue a crisis de hospitalizaciones o decesos como en la primera oleada. Además, el anuncio de una tercera dosis puede actuar también como un efecto psicológico devastador para quienes todavía no se han vacunado. 

Pero por encima de todo está en juego un dilema ético que ha puesto sobre la mesa Tedros Adhanom, director general de la Organización Mundial de la Salud. Ha pedido a la comunidad internacional «una moratoria sobre los refuerzos», al menos hasta finales de septiembre, con el objetivo de haber podido vacunar al menos a un 10% de la población del planeta. «Es necesario», ha declarado, «un cambio de dirección, dando prioridad a las personas más necesitadas, completamente desprotegidas». Los datos son escalofriantes. Mientras en los países con más ingresos el 58% de la población ha sido vacunada (mucho más en los más diligentes, entre los que está España), en países como Congo, Haití o Chad menos del 0,2% de su población ha recibido al menos una dosis. Las desigualdades son clamorosas y reclaman una acción conjunta, en lugar de la exacerbación del nacionalismo vacunal que puede alimentar la estrategia de la tercera inoculación. Un documento interno de la OMS calcula que si los 11 países más ricos decidieran actuar así hablaríamos de 440 millones de dosis que tendrían más utilidad –no solo humanitaria sino también de lucha global contra la pandemia, que no puede territorializarse como demuestra la emergencia de sucesivas nuevas variantes– entre los más de 3.500 millones de personas sin vacuna alguna. Ante un problema sanitario global, buscar una supuesta seguridad en el interior de las fronteras de cada país ya se ha demostrado que no solo es injusto, sino inútil.