Un año en bicicleta
Conseguir un trozo de asfalto para la bicicleta todavía cuesta, se tiene que explicar y justificar demasiado
Eva Arderius
Periodista
Hace un año me estrenaba con la bicicleta en Barcelona. El pasado 23 de agosto me di de alta del Bicing. Cogí mi primera bici compartida un domingo caluroso y ensayé, con éxito, el recorrido que haría durante los siguientes meses para ir a trabajar. Sabía ir en bici pero nunca me había atrevido a hacerlo entre los coches y los peatones de las calles de Barcelona. Lo expliqué entonces en este mismo periódico, de hecho, el artículo pedía paciencia a los ciclistas más veteranos porque los noveles, que estos últimos meses hemos sido unos cuantos, quizá les complicaríamos la vida y les entorpeceríamos la marcha. No he sido la única que, con la pandemia, ha cambiado la manera de moverse. El aparcamiento para bicicletas del trabajo lo demuestra. No ha parado de crecer.
Formo parte de las estadísticas que demuestran que la mayoría de usuarios del Bicing comienzan probando y acaban comprándose su propia bicicleta. No sé si esto me da cierta autoridad para quitarme la ‘L’, aunque después de un año todavía tengo muchas dudas cuando circulo por la ciudad. Pero algo he aprendido durante este tiempo: lo más importante es que me gusta ir en bici, me siento libre y orgullosa de haberlo conseguido. Pero también me he dado cuenta de que la comunidad ciclista es ya casi tan transversal como la del coche. Me gusta ver los tipos de usuarios que hay; los de las bicicletas ‘vintage’, altas y ligeras, deslizándose por el asfalto –ellos ya iban en bici cuando todavía no había carriles en la ciudad–; los noveles a los que les ha tocado una de las muchas bicis estropeadas del Bicing, el ruido estridente y metálico de los frenos les delata; los de la bicicleta plegable de marca, elegantes, con sus carteras cruzadas en la espalda y casco de última generación; los padres y madres ya con la sillita vacía, más ligeros después de dejar a los niños en la escuela; los que van en bici de montaña tres tallas más pequeña, los que llevan el sillín demasiado bajo y los ‘riders’ pendientes de las comandas en el móvil y con la música a todo volumen en los altavoces que llevan enganchados en el manillar.
Todos coincidimos en los más de 200 kilómetros de carril bici que tiene Barcelona. Somos muchos, pero aun así, conseguir un trozo de asfalto para la bicicleta todavía cuesta, se tiene que explicar y justificar demasiado. Cambiar la inercia de una ciudad es muy complicado. La bici continúa molestando. Barcelona todavía está pensada para los coches. Una de las evidencias, según mi experiencia, es el ritmo semafórico. En hora punta, los que esperan en cada semáforo son las bicicletas, la ola verde siempre es para los coches. Se prioriza evitar los atascos de los de cuatro ruedas, sin tener en cuenta que los ciclistas también tienen prisa. También tienen que optimizar el tiempo de desplazamiento, y romper el ritmo es peor si vas pedaleando que si vas a motor.
Una de las cosas que me hacía dudar más de la bicicleta era la convivencia con el coche y he tenido algunas experiencias desagradables en este sentido. Las furgonetas aparcadas en medio del carril bici, los vehículos que giran sin mirar, los conductores que se ponen nerviosos cuando una bicicleta les obliga a ir más despacio no son, desgraciadamente, leyendas urbanas. Ha sido más fácil la convivencia con los peatones. Pero también hay que decir que algunos ciclistas reproducen tics de los peores conductores. Presionando y pitando a los más inseguros y más lentos, buscando la ‘pole position’ en los semáforos, avanzando de forma temeraria, hablando por teléfono, girando sin señalizar provocando frenadas bruscas y algunos por la acera, aunque en contadas ocasiones. Como en todas partes, hay quien lo hace bien y hay quien lo hace mal, y en medio de todo esto, los patinetes, los nuevos malos de la película. Los que circulan de pie, sin cansarse, mirando a los ciclistas por encima del hombro, veloces y silenciosos y no siempre respetuosos con el resto de los habitantes del carril bici. Los últimos en llegar y ahora mismo los más incomprendidos. Reclaman a gritos carriles específicos para ellos, pero la ciudad no da más de sí. Así que no hay más remedio que convivir. Es la clave, cómo nos repartimos el espacio público. Yo, de momento, me quedo en el carril bici.
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