El retorno

Volver al disco de la Pepsi

Cuando salió el ‘Generation Next’ supe, sin haber leído nunca una revista musical, que existía una cantidad acojonante de formas de sacudir la cabeza junto a un altavoz

Disco de Pepsi dedicado a GenerationNext

Disco de Pepsi dedicado a GenerationNext

Juan Soto Ivars

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No tengo nostalgia de la adolescencia, ni de la niñez. No volvería a esas edades ni a punta de pistola, pero sí me gustaría volver a escuchar canciones con la intensidad de entonces, como cuando mi tío Juan me prestó un disco de Mike Oldfield y otro de Queen (a los 12) y me descubrió que la música era algo más que Ana Belén y Víctor Manuel o lo que venía en las cintas del coche de mi padre; o como cuando mi amigo José Ignacio y yo escuchábamos el ‘Pedrá’ de Extremoduro en su cuarto anotando las metáforas, gozando de los giros instrumentales, psicoanalizando la letra y sospechando que no se podría hacer nunca jamás ya nada mejor (a los 13) porque creíamos que ese canto yonqui hablaba de nosotros; o como cuando (a los 14) salió el ‘Generation Next’ de Pepsi y de pronto supe, sin haber leído nunca una revista musical, que existía una cantidad acojonante de formas de sacudir la cabeza junto a un altavoz.

Hoy puede sonar disparatado, pero en mi generación, al menos para algunos catetos con orejas como yo, que vivíamos en pueblos, lejos de tiendas de discos, de revistas y fanzines, lejos de todo, incluso de amigos con información privilegiada o al menos un poco entendidillos, aquel anuncio-disco-recopilatorio de la Pepsi fue una puerta abierta en un muro. Yo, por no conocer, no conocía ni la existencia de Radio3 (nadie me había informado de ello), ni tenía amigos melenudos de pueblo, ni había oído nunca nada nuevo más allá de la muralla de Take That, Spice Girls, Backstreet Boys, Dj Kun y demás caras que cubrían las carpetas de mis compañeras de clase. Pero cuando la multinacional de refrescos lanzó esa campaña de publicidad, que consistía en un recopilatorio de música “para jóvenes”, algunos chavales de pueblo abrumados por la monotonía abrimos las orejas. Esto ocurría en un mundo anterior a internet.

Estos días he encontrado entre las cosas viejas el disco de Pepsi. Está todo rayado, pero la lista de canciones viene en Spotify. Me interesa por lo que dice de la época en que se lanzó, y por lo que esto dice de la nuestra. Ahí está el ‘Puto’ de Molotov, el ‘Buah!’ de 7notas 7colores, el ‘Devil came to me’ de Dover, el ‘Beautiful people’ de Manson. Cada una de estas canciones sería impensable en el contexto de una campaña de publicidad hoy. Todas tienen, por separado, suficiente material controvertido e hiriente para que los activistas de izquierdas y derechas pidieran su retirada. Pero cuando el disco llegó a nuestras manos, esas canciones y las otras fueron liberadoras. Cavaron túneles y canalizaciones, y pasillos de espejos, por debajo del territorio previsible de las radiofórmulas. Sé que esto no me pasó solo a mí.

Hubiera sido una pena que alguien, por motivos de ofensa, nos arrebatara la posibilidad de valorar por nosotros mismos el contenido de ese disco. Porque a partir de ahí, la música se convirtió en mi pieza de acoplamiento con el resto de la humanidad. Para decidir si una persona me caía bien o mal solo tenía que preguntarle qué escuchaba, convencido de que con esto ya estaba todo dicho, porque el purismo y la intransigencia son el primer paso en el camino hacia el disfrute de las cosas sublimes que hay en el mundo. Después de todo, uno sigue siendo un cateto con orejas.

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