Tokio 2020

La mirada de Mutaz Barshim

Es posible perder sin estridencias, ganar sin aspavientos o no ganar, pero lo importante en los JJOO es la mitología

Barshim y Tamberi (con su yeso fetiche) tras compartir el oro en altura.

Barshim y Tamberi (con su yeso fetiche) tras compartir el oro en altura. / Europa Press / Alfredo Falcone

Josep Maria Fonalleras

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Los Juegos Olímpicos, más que una competición deportiva, son una auténtica máquina de fabricar mitología. Desde los orígenes, mezclando el esfuerzo heroico, la superación personal, la trayectoria trágica, la culminación de una carrera de obstáculos. De hecho, tengo la teoría de que los Juegos se organizan con el afán de alimentar esta literatura. Hay un margen suficiente (cada cuatro años, ¡excepto si hay pandemias o guerras de por medio, claro!) para que se vayan modelando las historias, para que vayan madurando, y, al mismo tiempo, la cita funciona como recurrencia temporal, que permite establecer categorías, definir personajes, episodios y capítulos. Una cita que nos alimenta periódicamente. Es como si todo el mundo se confabulara (cada uno de los deportistas por su cuenta, sin conocer los detalles de los otros) para construir un relato que contemplamos como una novela unitaria, hecha de alegrías y decepciones, de tristezas insondables y de resurrecciones. Los Juegos Olímpicos funcionan, pues, como hitos extremos de una narrativa que mantiene la tensión a base de epopeyas individuales. En cada nueva edición, los cuatro años de cada Olimpiada (¡si no hay guerras o pandemias, claro!) tienen la función de acumular experiencias que estallan tras las medallas.

La convención y el tópico nos hacen creer que siempre hablamos de despegues. La autoayuda que proporciona la filosofía deportiva quiere que haya un triunfo sostenido por pilares de derrotas sucesivas que nos hacen más fuertes. No importa que caigas, sino que te levantes. Pero no siempre ha sido así. Los Juegos se lo tragan todo. Y en el universo de los semidioses también hay bajadas al infierno, sin retorno, tan míticas como las míticas ascensiones al cielo de la gloria. Estos días lo hemos visto, por ejemplo, en el caso de Simone Biles, cuando ella misma reconocía este infierno en la tierra: "No sé distinguir literalmente si estoy arriba o abajo, es una desconexión entre la cabeza y el cuerpo".

También hemos visto la rotura de la expectativa de la victoria, como bien supremo, inherente a cualquier competición. Menos aquí. En la semifinal de los 800, dos de los favoritos tropiezan y, en lugar de maldecir o de criticar al adversario, se cogen de la mano y vuelven a correr, perdedores, pero nada afectados. En la final del salto de altura, Mutaz Barshim y Gianmarco Tamberi empatan a todo. Son los que más han saltado y los que menos nulos han hecho. Pueden optar por un desempate, pero Mutaz pregunta si puede haber dos oros. ¿Dos oros? El juez le dice que sí: "Es posible". Entonces mira Gianmarco y, con un gesto casi imperceptible, le insinúa: ¿Qué te parece? El italiano asiente eufórico. Hace unos años, Tamberi sufrió una lesión grave y Barshim fue de los primeros en apoyarle. Tamberi no paraba de llorar, pero abrió la puerta de la habitación y dejó entrar al catarí. Después lo explicó en una entrevista: "Mucha gente no se da cuenta de lo cerca que estamos, en el salto de altura". Es posible perder sin estridencias. Es posible ganar sin aspavientos. Es posible no ganar. Lo importante es la mitología. Que no pare la máquina.

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