Violencia en la calle

Devorados por el miedo

Las palizas se suceden y debemos hacernos preguntas, y prepararnos para afrontar las respuestas desde la responsabilidad y el sentido de la justicia

Varias personas, ante la ofrenda floral en recuerdo del joven Samuel Luiz

Varias personas, ante la ofrenda floral en recuerdo del joven Samuel Luiz / VÍCTOR ECHAVE

Emma Riverola

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Una paliza brutal, en manada, sin mediar siquiera una discusión. Así fue asesinado Samuel, en A Coruña. Así fue herido de extrema gravedad Alexander, en Amorebieta. También dos parejas de chicos fueron salvajemente apaleados esta primavera en las playas de Barcelona. Isaac murió acuchillado por una banda en Madrid. Nos enfrentamos a estas noticias con cierto estupor: ¿cómo puede estar sucediendo esto en nuestras calles?  

La violencia siempre ha estado presente, nunca se fue, pero la sensación de vulnerabilidad se multiplica con esas imágenes mil veces repetidas. Una crueldad intimidatoria, letal y aleatoria que, en los últimos casos, se ha cebado especialmente en los jóvenes. Si cualquiera de ellos puede ser una víctima, todos los somos. Porque también somos jóvenes o lo son nuestros hijos o nuestros nietos.  

Las palizas se suceden y algunas de las víctimas son colocadas en la diana por su homosexualidad. Para otras, no hay un adjetivo que califique la agresión. Un macabro juego de azar. Una desconcertante ruleta rusa. Las imágenes, la rabia y la preocupación se expanden por las redes y en las conversaciones. Se buscan razones. ¡Qué difícil encontrarlas para la irracionalidad! Circulan rumores sobre los agresores, también interrogantes. ¿Son extranjeros? ¿Menores desarraigados? ¿Ultras? ¿Niños bien en busca de emociones? Tratamos de elaborar teorías de urgencia que arrojen un poco de luz. ¿La pandemia? ¿Las desigualdades evidenciadas por ella? ¿La falta de expectativas? ¿El descrédito de las instituciones? ¿La escasez de utopías disponibles?  

No hay nada malo en hacernos preguntas. Debemos hacérnoslas para hallar el modo de entender estas explosiones de violencia extrema. Imprescindibles para combatirlas a nivel policial, judicial, sociológico… Pero más allá del análisis de estas agresiones, está la reflexión del impacto que tienen en cada uno de nosotros. Cómo cada nuevo titular puede afectar nuestra forma de relacionarnos. Cómo el miedo puede calarnos y transformar nuestra mirada, también el modo en que eduquemos a los hijos. Inculcar el temor a mostrarse. Dificultar el reconocimiento de su homosexualidad en un falso intento de protección…  

Debemos hacernos preguntas, y prepararnos para afrontar las respuestas desde la responsabilidad y el sentido de la justicia. La humanidad es experta en estigmatizar a colectivos en los momentos difíciles. Una sociedad con miedo y recelos es infinitamente más vulnerable al discurso del odio. También es más propensa a ceder su libertad a cambio de seguridad. O de falsa seguridad. Siempre existe la tentación de rellenar las grietas abiertas en la confianza con dosis extra de cerrazón y conservadurismo.   

Las agresiones son reales. Y deben ponerse todos los medios para evitarlas. Del mismo modo que debe trabajarse la gestión del miedo. Ceder ante él es multiplicar el efecto de la agresión, es herirnos colectivamente, ceder en la conquista de libertades y derechos. El miedo y el odio siempre tienen hambre, hasta devorarnos. 

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