El Estado del bienestar

No somos un país para jóvenes

El nuevo contrato social que necesitamos conviene que sitúe claramente la prioridad en los jóvenes y los niños

Unos niños juegan junto a una finca del barrio del Raval, en Barcelona

Unos niños juegan junto a una finca del barrio del Raval, en Barcelona / MANU MITRU

Carles Campuzano

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Rehacer el contrato social se ha convertido en un verdadero mantra en todas partes. Sin un sólido contrato social que articule la convivencia, basado en el reconocimiento de derechos y deberes de todos, bajo la lógica de la reciprocidad en las obligaciones de los unos hacia los otros y que ofrezca prosperidad y progreso compartidos, las democracias lentamente se erosionan. Hay un amplio consenso en torno a este planteamiento. Y es que los riesgos políticos son muy obvios. Los autoritarismos, de izquierdas y derechas, más o menos sutiles o descarnados, con características nacionales singulares, en la medida en que a pesar de la globalización, la política sigue siendo un fenómeno extremadamente local, están al acecho. Obviamente, el desencadenante de esta demanda de rehacer el contrato social está íntimamente ligado a las enormes consecuencias sociales y políticas de la Gran Recesión que se inició con la caída de Lehman Brothers en 2008. Aquella crisis, que nos recordó el ‘crack’ de 1929, comportó un significativo incremento de las desigualdades sociales y el debilitamiento de las clases medias, con la correspondiente radicalización y polarización políticas. Singularmente sucedió en Europa, en el contexto de los países avanzados, donde la respuesta macroeconómica a la crisis puso el acento en la austeridad como estrategia de salida a partir de 2010. Aquello fue especialmente dramático en las sociedades y economías del sur de Europa. Podemos dar fe. Todo ello evidenció el agotamiento del modelo de política basado en las liberalizaciones, desregulaciones y privatizaciones como dogmas, que despreciaba el papel de los Estados (“el Gobierno no es la solución a nuestro problema, el Gobierno es el problema"), que consideraba las desigualdades como inevitables y que defendía las virtudes de los impuestos bajos. El remate final a este planteamiento ha sido la pandemia que aún nos golpea. Davos, la OCDE, el FMI, los gestores de gigantes como BlackRock... todos insisten en la necesidad de recrear el contrato social. Estamos en un momento que, en muchos sentidos, nos puede recordar a 1945, cuando las ideas, y el pacto político de socialdemócratas, democristianos y liberales, desplegaron en la Europa democrática el Estado del bienestar y la economía social de mercado que permitieron, en terminología francesa, "30 años gloriosos" de crecimiento económico, reducción de las desigualdades y alta movilidad social.

Ahora bien, tampoco podemos quedar atrapados en la nostalgia del 45. Las condiciones son hoy radicalmente diferentes; el mundo se ha hecho más pequeño, las interdependencias más grandes, las revoluciones tecnológicas disruptivas, sucesivas y simultáneas que estamos viviendo cambian leyes, instituciones legales, economías, empresas y puestos de trabajo, la crisis climática nos recuerda los límites del modelo de crecimiento ‘business as usual’ y el envejecimiento de las sociedades nos obliga a repensar las políticas de protección social más tradicionales.

En nuestro país esta cuestión tiene también sus singularidades. De entrada podemos afirmar, con todos los matices que corresponda, que hemos construido un buen Estado del bienestar para las personas mayores, con algunas debilidades que justamente el covid ha puesto de manifiesto en toda su crueldad en el ámbito de los cuidados de larga duración, pero que funciona bastante bien en el ámbito de la sanidad y las pensiones. Pero no hemos construido un buen Estado del bienestar para los jóvenes y los niños. Las cifras de pobreza infantil, fracaso escolar, abandono prematuro del sistema educativo, desempleo juvenil, edad de emancipación, edad del primer hijo de las mujeres, índices de fecundidad y natalidad son dramáticas. O podríamos hablar también de la emergencia de los problemas de salud mental entre nuestros jóvenes. Y es que no hemos hecho un país para las familias jóvenes. Ya no digamos para las familias con un hijo con discapacidad o con trastornos del autismo.

El nuevo contrato social que necesitamos conviene que sitúe claramente la prioridad en cuestiones como las prestaciones para la crianza de los hijos, que deben ser universales, la gratuidad y extensión de la educación infantil en el tramo de 0 a 3 años, la política de becas a todos los niveles y los programas que promuevan la emancipación de los jóvenes, que hasta ahora o bien han sido anecdóticas o claramente insuficientes.

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