La guerra cultural

Malas segundas partes

La nueva ley de memoria histórica es redundante, innecesaria en muchos aspectos, y alimenta la guerra cultural en un tema cansino

Valle de los Caidos (Madrid).

Valle de los Caidos (Madrid). / JOSÉ LUIS ROCA

Joaquim Coll

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Ante la dificultad para resolver los grandes problemas del país, que son los socioeconómicos en su sentido más amplio, la política española se enfrasca en guerras culturales. Dos ejemplos recientes. La ley trans, sobre la que escribí hace unas semanas y que me parece un dislate. Coincido con las feministas cuando denuncian que borrar el sexo biológico pone en peligro la base jurídica de las leyes de igualdad, y que la ideología transgénero puede acabar acelerando procedimientos irreversibles como la cirugía o la hormonación en adolescentes sin que reciban atención psicológica o médica. Ya había una ley de 2007 para la transexualidad, que podía mejorarse sin necesidad de este salto en el vacío hacia el transgenerismo. Que haya un clamor tan transversal a favor de la nueva ley en la encuesta de EL PERIÓDICO solo demuestra que muy poca gente sabe de qué va realmente, pues confunde lo trans con el reconocimiento de los derechos LGTBI. Visto así celebremos por lo menos que incluso los votantes de Vox la apoyen abrumadoramente (68%). 

El segundo ejemplo es el recurrente debate sobre la memoria histórica y el franquismo. No se pudo zanjar durante la transición, pero enseguida hubo una política de reparaciones económicas a favor de los militares republicanos y los represaliados. Ya en la ley de amnistía de 1977 se contemplaban medidas y posteriormente hubo un goteo de decretos y leyes a favor de los combatientes republicanos y sus familias (pensiones, compensaciones por años de cárcel, etc.). Es falso, pues, que el Estado español los haya desatendido, aunque el reconocimiento oficial de las victimas de la dictadura no se produjo hasta 2007 con la ley de José Luis Rodríguez Zapatero. No olvidemos tampoco que en 2002 el Congreso aprobó por unanimidad, con el voto del PP, una condena del golpe de Estado de julio de 1936 en la que se comprometía a honrar a todas las víctimas de la guerra civil.

Lo que ha habido desde entonces es una dinámica regresiva. Por un lado, en la izquierda algunos pretenden que los poderes públicos inicien investigaciones para depurar responsabilidades penales sobre el franquismo. Es una pretensión que va en contra de la voluntad de reconciliación que hizo posible la transición democrática, y que hoy carece de sentido porque los protagonistas están casi todos muertos. Por otro, la derecha se niega a una política de reconocimiento del daño ocasionado por la dictadura y adopta una posición revisionista sobre el origen de la guerra, equiparando República y franquismo. La ley de memoria histórica (2007) cerraba sustancialmente la cuestión. El PP no quiso apoyarla, aunque tampoco la derogó cuando pudo hacerlo. Sencillamente, Mariano Rajoy en el Gobierno la ignoró. A la derecha le tocaba por razones históricas sacar a Franco del Valle de los Caídos y cumplir con el informe de consenso de los expertos que, entre otras cosas, proponía retirar a Primo de Rivera del altar de esa basílica. Lo hará también Pedro Sánchez. Pero la nueva ley de memoria histórica es redundante, innecesaria en muchos aspectos, y alimenta la guerra cultural en un tema cansino.

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