Estado de alarma

Tras la sentencia

La mayoría de seis votos contra cinco muestra que nadie, en el seno del Tribunal Constitucional, ha sido especialmente convincente en sus argumentos, y así es más difícil persuadir al público de que la sentencia dictada es la correcta

Tribunal Constitucional        David Castro

Tribunal Constitucional David Castro / David Castro

Xavier Arbós

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Habló el Tribunal Constitucional sobre el primer estado de alarma, y eso es algo positivo. Al menos tenemos una referencia. Dicho esto, tengo que confesar que la lectura de la sentencia no ha terminado de convencerme. Aunque el Tribunal Constitucional solo está vinculado por la Constitución y su propia Ley Orgánica, me parece que hubiera podido tomar más en cuenta lo que dice el artículo 3 del Código Civil. Ahí se establecen criterios de interpretación, y, en concreto, dice que las normas han de interpretarse de acuerdo con la realidad social del tiempo en el que han de ser aplicadas. El estado de alarma era la herramienta prevista por la ley que lo regula para las crisis sanitarias (artículo 4.b) y, en la realidad social de aquel momento, el confinamiento domiciliario era una medida indispensable. Sacrificaba el derecho a la libre circulación para preservar el derecho a la vida (artículos 19 y 15 de la Constitución). En cuanto a los votos particulares, mi posición se acerca mucho a la que expone brillantemente el magistrado Xiol.  

El estado de alarma era la herramienta prevista por la ley que lo regula para las crisis sanitarias y, en la realidad social de aquel momento, el confinamiento domiciliario era una medida indispensable

Mi propósito, sin embargo, no es analizar la sentencia. Creo que también es interesante ampliar el foco para comprender su contexto y la controversia que ha suscitado. En un mundo ideal, cuando una sentencia constitucional ha de resolver un asunto importante, el Tribunal Constitucional se pronuncia de modo convincente. Si ha desestimado las pretensiones de los recurrentes, la mayoría parlamentaria respira aliviada: todo sigue igual, y no hay que retocar ninguna norma. Si, en cambio, algún precepto ha sido declarado inconstitucional, los asesores parlamentarios empiezan a pensar en las reformas que hay que derivar de la sentencia.

Pero la realidad concreta no es tan sencilla. Desde el primer estado de alarma ha habido decenas de seminarios, publicaciones divulgativas y académicas e intervenciones en los medios donde juristas de perfiles distintos han expresado opiniones tan solventes como contradictorias. Creo que se puede decir sin exagerar que la sociedad reclamaba orientación ante una situación dramática y sin precedentes. Cuanto más tiempo pasara sin dictar sentencia, era más evidente que el Tribunal iba a recibir críticas. No ya por el retraso en un asunto en el que se trata de derechos fundamentales, como la libertad de circulación; también porque la sentencia no iba a cubrir ningún vacío doctrinal. El debate público estaba bastante bien servido por argumentos jurídicos que explicaban por qué había que rechazar el recurso, o, en sentido contrario, las razones por las que había que declarar inconstitucional el estado de alarma. Cuando se publicó, no podía esperarse que la sentencia fuera recibida como el oráculo de la verdad jurídica, que solo puede ser objeto de tímidas glosas que esclarezcan su mensaje. Quien tuviera un mínimo interés por la dimensión jurídica de la crisis sanitaria ya había tenido tiempo de formarse su propia opinión. Por eso la controversia estaba asegurada.

Tanto más cuanto, como era previsible, la diversidad de criterios en la comunidad jurídica se ha reflejado en la sentencia. Lo que tal vez era menos predecible era el grado y la intensidad de la discrepancia frente a la declaración de inconstitucionalidad. La mayoría de seis votos contra cinco muestra que nadie, en el seno del Tribunal, ha sido especialmente convincente en sus argumentos, y así es más difícil persuadir al público de que la sentencia dictada es la correcta. No digo que fortalecer una mayoría inequívoca fuera tarea fácil: si no hay un consenso entre los juristas en general, es imposible que se dé entre los magistrados. Pero se hubiera podido evitar que afloraran las tensiones y malos humores que se han percibido entre ellos. Los jueces constitucionales encarnan, en todas partes, una institución vulnerable ante la opinión. Sus decisiones, que siempre tienen efectos en la vida política, son acusadas de partidismo, y más cuando hay polarización política en la sociedad. Estamos en esta situación, y por eso es tan importante cuidar la comunicación pública. Hay que evitar que se filtren salidas de tono que deberían quedar en el secreto de las deliberaciones. Lo que de siempre se ha llamado “sentido institucional”.

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