Periodismo

Yo quería

En algún momento sucedió que empezaron a despojar de sus atributos a la crónica parlamentaria para dejarla desprovista de comparaciones, de metáforas y, finalmente, de ironías

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José Luis Sastre

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Yo quería escribir como escribe Manuel Jabois y que me salieran metáforas redondas y alineaciones imposibles y frases de novela, de las que sueltas como si fueran tuyas para que luego digan: al menos copia con estilo. Yo pensaba que una mañana, al teclear, las palabras se me ordenarían como se le ordenan a Leila Guerriero en las crónicas y conmoverían igual a quien quisiera leerlas; palabras que guardasen un orden musical y matemático. Mágico. Otro día me vi capaz, lo confieso, de intentar las maneras de Juan Tallón en sus textos, esos que al terminar te dejan con la duda de si estabas leyendo o echando un polvo, y empiezas a leer de nuevo desde el principio para sentir lo mismo, porque cuesta menos volver a un orgasmo que encontrar un artículo donde pudieras quedarte a vivir. 

Pensé también en fusilar párrafos enteros de Julio Cortázar o giros de Juan Rulfo o descripciones de Josefina Carabias por aquello que dijo una vez Albert Camus, que se podía elevar a un país elevando su lenguaje, aunque la verdad era mucho más modesta y egoísta. Más que elevar nada -hemos insinuado ya que el sexo está sobrevalorado-, lo que yo quería era que me cayesen frases como les caían a ellos, frases memorables del estilo de Mariano Rajoy, escritor sin libros -sus memorias no cuentan- que, verso a verso, fue llegando sin darse apenas cuenta hasta el palacio de la Moncloa, donde liberó su ingenio: “Hacemos lo que podemos significa que no hacíamos nada”, llegó a soltarle al juez sin perder ni un tanto la sonrisa. Hazañas semejantes habrían de pasarle a un periodista: que le recordasen por sus noticias y, más todavía, por sus frases extraordinarias. De eso decían que iba este oficio: de enfocar y titular, y de hacerlo con acierto.

Hubiera querido yo tener el talento de Eduardo Galeano para escribir cuentos y que, al llegar al final, la historia diese un vuelco inesperado. O la capacidad de Vladimir Nabokov para arrastrar los órganos de sus millones de lectores y hacer que sus lenguas dieran un viaje de tres pasos hasta apoyarse en el borde de los dientes, mientras decían en susurros "Lo-li-ta". Hubiese hipotecado una propiedad -si la tuviera- por pasearme por el Congreso con la mirada con la que Virginia Woolf se paseó por la cámara de Westminster para fijarse en las estatuas de los grandes hombres de Estado, “negras, pulidas y relucientes como morsas recién salidas del agua”. Quizá fueran las redes o los 'links' o las prisas que ahora se tienen para cualquier intrascendencia, pero en algún momento sucedió que empezaron a despojar de sus atributos a la crónica parlamentaria para dejarla desprovista de comparaciones, de metáforas y, finalmente, de ironías. A este paso, le quitarán el rastro de la lírica y solo nos quedará la prosa desnuda de los eslóganes, sin que podamos socorrernos en ninguna esquina. 

Yo quería, en fin, haber hecho tantas cosas porque me proponía ser periodista. Sin embargo, por la razón que fuera, a ninguno de esos autores me hicieron leer en la facultad de Periodismo. Les puedo hacer, si refresco los apuntes, un plan de marketing o de comunicación. Y les puedo poner unos cuantos tuits. Mientras, busco más historias en los libros, que nunca es tarde. Menos ahora, al fresco de las noches de verano, cuando sueño las frases más ocurrentes y las pienso mías. Lo dijo García Márquez, al cabo: “Hay que empezar con la voluntad de que aquello que escribimos es lo mejor que se ha escrito nunca. Porque luego siempre queda algo de esa voluntad”. Sueñen en grande, que ya si acaso la vida lo estropea. Feliz verano.

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