Ambiente confuso

Era el mejor de los tiempos, era el peor de los tiempos

La época de las creencias y de la incredulidad; la era de la luz y de las tinieblas; la primavera de la esperanza y el invierno de la desesperación. Las semanas de la segunda dosis de la vacuna y de la quinta ola

Un ciudadano con la mascarilla mal puesta

Un ciudadano con la mascarilla mal puesta

Miqui Otero

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Era el mejor de los tiempos, era el peor de los tiempos; la edad de la sabiduría y también de la locura; la época de las creencias y de la incredulidad; la era de la luz y de las tinieblas; la primavera de la esperanza y el invierno de la desesperación. Las semanas de la segunda dosis de la vacuna y de la quinta ola

Sobre todo de la desesperación. Y de la confusión. Más que nunca, las calles se parecen mucho a esos días en que se da el cambio de estación y temperatura, cuando algunos niños aún van con anorak, los turistas lucen hawaianas, camisetas imperio y crocs, los abuelos se aferran a la empuñadura de sus paraguas mientras otros ya compran sombrillas de playa, padres con abrigo de paño y adolescentes en pantalón de NBA. Del mismo modo, ahora han vuelto los morreos con lengua y las pipas compartidas en portales, los brindis multitudinarios en terrazas, las fiestas privadas en bares, mientras mucha gente aún teme salir a la calle, se pone doble mascarilla en el autobús, vive temerosa de planear algo más allá de mañana, produce y consume, pero regresa a casa, no ve aún a ningún secundario de su vida (sigue quedando apenas con su burbuja de cercanos), mientras enarbola mentalmente gráficas pandémicas ante cualquier conocido que viva con demasiada soltura.

En medio de estas dos realidades, que se superponen en espacio y tiempo, están las criaturas híbridas. Esto es, los que, por ejemplo, siguen llevando mascarilla por la calle, pero se la ponen por debajo de la nariz. Habrá quien se excuse diciendo que es para no olvidársela en casa. Pero la realidad es otra. La mascarilla mal puesta, casi un amuleto en estos días inciertos, es el recordatorio de lo que acaba de pasar y que no ha pasado aún. Es el miedo irracional. Es el no cargar con la culpa. Es el pórtate bien o el coco vendrá. Es el “es el mejor y el peor de los tiempos”. Es la viva imagen, la perfecta metáfora, de esa esquizofrenia que combina grandes festivales de música y restricciones horarias, relato alarmante en las noticias y turistas tan panchos en las plazas, planes de viaje y centros de atención primaria embotados, confianza no negacionista en la vacuna pero agenda llena de gente cercana confinada. 

Decía Arthur C. Clarke que “cualquier tecnología suficientemente avanzada es indistinguible de la magia”. Bien, cualquier gestión de la crisis lo suficientemente errática también. Y de ahí la mascarilla mal puesta como amuleto o escudo.

El miedo, como el calor o el frío en el cambio de estación, es subjetivo. Pero tras ese miedo no se esconde solo el carácter de cada persona (¿tienes miedo?, ¡no tengas miedo!), sino, también, el modo en que se informa, su capital de salud y su cuenta corriente (tienen más miedo, es evidente, aquellos a los que un simple confinamiento les podría comportar pérdida de dinero y de autonomía que los que lo tienen todo cubierto y sermonean con que no hay que alarmarse). Ni “todos somos iguales ante la ley”, ni “esta pandemia nos afecta a todos por igual”.

Se ha hablado mucho de libertad durante la gestión de la pandemia. Parece que aquí lo único verdaderamente libre es el miedo.

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