Literatura

Dos libros, dos viajes

Dado que la mayoría de mis viajes responden a cuestiones de trabajo resulta fácil entender que mi idea de unas buenas vacaciones, sea, precisamente, la de no salir de casa. Quieto. Ningún desplazamiento. Y, de haberlo, que sea única y exclusivamente mental

Imagen de Londres un día niebla, en 2020

Imagen de Londres un día niebla, en 2020

Josep Maria Pou

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El ansia de viajar va casi siempre unida a la idea de vacaciones. No es mi caso. Dado que la mayoría de mis viajes responden a cuestiones de trabajo resulta fácil entender que mi idea de unas buenas vacaciones, sea, precisamente, la de no salir de casa. Quieto. Desocupado. Vacante. Ningún viaje. Ningún desplazamiento. Y, de haberlo, que sea única y exclusivamente mental. Viajar, sí, pero a base de imaginación. Volar, claro, pero en alas de todo lo visto y oído, sin más combustible que los recuerdos y el viento a favor de algún que otro deseo no cumplido.

Estar en casa y en otro sitio al tiempo requiere de herramientas. Una, la capacidad de fantasear que cada uno tenga en su mollera. Y otra, un mínimo de inventiva para ilustrar cada viaje con sujetos y circunstancias de las que favorecen o complican cualquier hoja de ruta. Ninguna herramienta, sin embargo, como un buen libro: el único útil utensilio. Y en tiempo de vacaciones, ninguno mejor que un libro de viajes.  

Si les digo que en las dos primeras semanas de julio he viajado a Londres y Roma, sin salir del recogimiento que me proporciona mi viejo sillón de orejas, es porque en ese tiempo han tirado de mi con el señuelo de la buena literatura, dos libros que les recomiendo con el mismo fervor con que uno envía (o enviaba, en los tiempos anteriores a la aparición del móvil) una postal tras otra a las personas queridas, una vez llegado al punto de destino. Y estos dos libros son: 'Una mirada anglesa' de Lluís Foix (Columna), y 'Amanecer en el Gianicolo' de Arturo San Agustín (Catedral). Periodistas, los dos. Reputados, los dos. Maestros, los dos. 

De la mano de Foix he paseado por Londres. He recorrido Fleet Street, arriba y abajo, una y otra vez, soñándome alevín de periodista. Con él he curioseado una mañana entera por entre los estantes de la vieja librería de Flash Walk y he sesteado luego, rendido, bajo un árbol centenario de Hampstead Heath. Más aún, Foix, generoso y demiurgo, me ha llevado también, sin movernos de Londres, a Mombasa y a Nairobi, a Reykjavik y a Kabul, a Turquía, Kenia y al Líbano, algunos de los muchos escenarios que cubrió como corresponsal de prensa. Y con Foix he disfrutado, en fin, de un imaginario “five o’clock tea” en el Claridge’s de Mayfair.

Del otro lado, ha sido San Agustín (Arturo, no el de las 'Confesiones') quien me ha descubierto su Roma más íntima y personal y ha compartido conmigo su ración de “spaghetti aglio, olio e peperoncino”. Ha sido San Agustín (Arturo, no el de 'La ciudad de Dios') el que en la Via degli Astalli me ha señalado el Palazzo que habitó Anna Magnani, para que yo pudiera rendirle mi tributo emocionado. Y ha sido San Agustín (Arturo, ahora sí, el de tantas crónicas magistrales) el que entre paseo y paseo me ha pedido acompañarle al Ponte Mazzini, sobre el Tíber, por ver de reencontrarse, sin éxito, con “la monja más guapa que he visto en mi vida” (Arturo, dixit).

Dos libros. Dos ciudades. Dos viajes de vacaciones únicos e irrepetibles.

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