Un verano minimalista
Barcelona, pues, será como una zona intermedia entre la desertificación de la pandemia de 2020 y las aglomeraciones turísticas de los años anteriores
Jordi Puntí
Escritor. Autor de 'Confeti' y 'Todo Messi. Ejercicios de estilo'.
Jordi Puntí
Un día u otro todo acaba volviendo, y cuentan que este año más de uno defenderá el agosto en Barcelona. Hace una década, calculo yo, que nadie expresaba las ventajas de quedarse quieto y disfrutar de la ciudad más o menos vacía, pero ahora parece que se vuelven a dar las condiciones idóneas. Para empezar, hace unos días el doctor Antoni Trilla, jefe de medicina preventiva del Hospital Clínic, nos anunciaba que este año toca “un verano minimalista”. Es decir, familia, ser prudentes, no interaccionar con grandes grupos y, como mucho, si es indispensable, desplazarse por el territorio (que se puede entender como el barrio y nada más). Viendo el panorama que tenemos, creo que ya es decir mucho, demasiado, porque detrás del minimalismo hay una idea: gracias a las vacunas la situación no es tan terrible como el año pasado, pero casi.
En esta rendija del casi es donde se dan las condiciones para esperar que agosto sea un buen mes para quedarse. A diferencia del verano 2020, este año tendremos restaurantes abiertos, cines, museos, tiendas, y en cambio aún no habrán vuelto del todo los visitantes turistas que hacen vacaciones en la ciudad, ya sea para visitar el museo del Barça, ya sea para bañarse en la Barceloneta como si aquello fuera Venice Beach. Barcelona, pues, será como una zona intermedia entre la desertificación de la pandemia de 2020 y las aglomeraciones turísticas de los años anteriores, y de pronto quizás nos recordará cómo era una década atrás, cuando había de todo y mucho, en clara convivencia, pero nada en exceso.
De hecho, los que se queden en Barcelona este mes de agosto y experimenten una regresión al buen pasado, también reencontrarán (o descubrirán por primera vez, si son jóvenes) esa otra duda inesperada: cuando finalmente decidía quedarse en la ciudad, el Barcelonés Recalcitrante encontraba tantas posibilidades de disfrutarla —aparcamiento en todas partes, restaurantes sin reserva, silencio en las calles, cines sin colas— que la indecisión lo paralizaba y acababa haciendo lo que le pedía el cuerpo: nada. Mirar los Juegos Olímpicos en el sofá, comer helado, intentar no pensar en la cala más remota de la Costa Brava.
El verano minimalista no es un concepto nuevo. Estos días he releído 'Oceanografia del tedi', de Eugeni d'Ors, publicado primero por entregas en un periódico el verano de 1916, y que quería ser un juego con el 'dolce far niente'. Recordemos: el narrador escucha los consejos del doctor, que le dice: "Prescribo, como única salvación, el tedio. El tedio, al pie de la letra. Sin atenuaciones, sin matiz: el tedio. No excursión, 'chaise longue'. No conversación, silencio. (...) ¡Ni un movimiento, ni un pensamiento!”. El paciente se traslada a un balneario, sigue perfectamente estas indicaciones y no hace nada de nada. Al cabo de un día, sin embargo, ya se ha cansado, y ¿qué hace entonces? Pues vuelve a Barcelona. Coincide que caen cuatro gotas y aquello le da la ilusión que ya es octubre y empieza a refrescar —que es lo que todos, secretamente, queremos que ocurra.
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