Opinión

Vamos a ver el fuego

La relación de los niños con el fuego es más pura que la que tienen hoy con las pantallas, y algo menos peligrosa para ellos

LLANÇÀ

LLANÇÀ

Juan Soto Ivars

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Mientras escribo arde, a unos cuatro kilómetros de la casa donde paso este verano, la zona de Llançà del parque natural del Cap de Creus. Suena constante la tormenta de hidroaviones, ida y vuelta hasta las llamas, y van desalojando casas a medida que el incendio repta como un cocodrilo entusiasmado. Aquí el viento y el verano suelen provocar gatuperios. La tramontana es un viento pirómano: nadie que haya vivido suficiente tiempo en los contornos del Empordà puede decir que no ha visto jamás incendios forestales.
Anoche la incandescencia se detectaba como una aurora austral desde las terrazas de Port de la Selva. Los bares con vistas eran los más aclamados por la población turista y autóctona, que encontraba por un módico precio una mesa, unas sillas, unas copas y el paisaje apocalíptico de las montañas devoradas por el fuego. Personas evacuadas antes de dormir y personas evacuando tras unas cervezas. Algunos días las palabras son laberintos que no llevan a ninguna parte. Un gerundio puede cambiarlo todo. Pasa con “ardiendo”.
A mi niño, que tiene siete meses, a veces le pongo un mechero encendido delante de la cara para que pueda ver el fuego. Cuando intenta tocarlo con el dedito, retiro el mío del pistón de gas y la llama se desvanece ante su asombro. Él quiere meterse la llama en la boca, como todo lo demás, para probar ese sabor y esa textura que se presentan flotando ante sus ojos. La relación de los niños con el fuego es más pura que la que tienen hoy con las pantallas, y algo menos peligrosa para ellos. Las pantallas son llamas que no queman la piel, y por tanto no producen en el niño la reacción defensiva, sino que los abisman. Pasa también con los adultos. No es la tramontana, sino la viralidad, lo que extiende estos incendios.
Cuando te montas en el metro cualquier día del año, puedes ver en los vagones el fuego que consume nuestra atención y nos contagia. Si todo el mundo está mirando su teléfono con la cabeza gacha a tu alrededor, tú sentirás el impulso irrefrenable de sacar el móvil del bolsillo y sumergirte en la intrascendencia chisporroteante de las notificaciones. Es algo parecido a lo que notan los pinos secos del Mediterráneo cuando el fuego los rodea, así que a veces las palabras son laberintos que sí nos alejan del Minotauro. Abrazamos las pantallas como los árboles abrazan el fuego del incendio forestal, ajenos al trajín salvador de los hidroaviones, que son los amigos.

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