Literatura
Libros ¿frescos?
La etiqueta suele recaer fácilmente en obras con protagonistas con cierta gracia para reírse de sus propias desgracias y para torear el hecho de ser unos inadaptados
En la librería, cada año comprobamos cómo los días previos a las vacaciones de verano aumenta la demanda de libros de dos tipos: uno, los tochos; y dos (qué rabia este adjetivo que pondré ahora), los “frescos”.
La definición de tocho es fácil porque se basa en una cualidad física: cualquier libro que pase más o menos de las 300 páginas lo sería. En la etiqueta de “frescos”, en cambio, aunque la suele poner el departamento de promoción de la misma editorial o suele ir firmada por el escritor o 'influencer' poco inspirado al que le han encargado alguna frase para la faja del libro en cuestión, juega mucho la percepción de cada lector.
La etiqueta “fresco” suele recaer fácilmente en libros con protagonistas con cierta gracia para reírse de sus propias desgracias y para torear el hecho de ser unos inadaptados, pero ¿seríais capaces de leeros cualquier novela de Santiago Lorenzo sin plantearos en ningún momento si detrás de eso que os hace reír no hay un nivel de tristeza y de sociedad estropeada muy bestia?
Estos últimos meses pienso a menudo en esta cualidad de “frescor” referida a la literatura, porque no hay semana que no venga alguien pidiendo uno, dos, tres o directamente toda la colección de los Petits Plaers de Viena Editorial. Tanto la imagen como el nombre de esta biblioteca, impecable en lo referente a la elección de títulos como de autores, juegan mucho la carta del libro “refrescante”, cosa que mola, porque se compran como caramelitos y se leen, según nos explican los lectores, con una sonrisa en los labios. Sin embargo, son libros cuyas historias tienen una parte bien dura: Henry James es el rey de la parte oscura de la brecha social y Françoise Sagan, la del revolcarse en una melancolía insana y recurrente, por nombrar a dos.
Digo que mola que, de alguna manera, lleven esta etiqueta: puede que eso quiera decir que la frescura, en la literatura, no tiene por qué ser sinónimo de frivolidad sino de algo que al confrontarnos con nosotros mismos, al confrontarnos con el mundo, nos hace sentir bien; igual que cuando salimos del gimnasio después de habernos metido una soberana paliza.
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