Tiempos precarios
En la muerte de un 'youtuber'
El filósofo Mèlich compara el sistema tecnológico con el “panóptico”, la cárcel perfecta que diseñó Bentham
Olga Merino
Periodista y escritora
Escritora y periodista. Master of Arts (Latin American Studies) por la University College of London (Beca La Caixa/British Council). Fue corresponsal de EL PERIÓDICO en Moscú en los años 90. Profesora en la Escola d'Escriptura de l'Ateneu Barcelonès. Su última novela: 'La forastera' (Alfaguara, 2020).
Olga Merino
Las redes sociales, ese universo paralelo, vienen lamentando desde hace días la muerte del 'streamer' Gabriel Chachi, de 25 años, un chaval nacido en Sabadell, muy talentoso. Con solo 12 ya había abierto un canal en YouTube para subir música rap de grupos poco conocidos, pero, como el mundo cibernético va tan pasado de revoluciones, quiso abandonar esa plataforma para experimentar con otras, como Instagram y luego Twitch (y las que vendrán). Hace apenas un par de meses, al echar la vista atrás en su corta trayectoria, Gabriel mencionaba ciertas sombras en una entrevista virtual: “Por las noches todavía me persigue el que si me hubiese dedicado a subir contenido en ese canal [YouTube] hasta el año 2021, igual ya sería rico”. Lo perseguía el fantasma de la presión. Sin comunicado oficial sobre las circunstancias de la muerte, las reflexiones de otros 'cracks' del mundillo digital, como Ibai Llanos o Maya Pixelskaya, acerca del dolor de la pérdida y la necesidad de airear los problemas de salud mental, invitan a concluir que ha sido un suicidio. Terrible. Sobrecogedor.
Pienso en esos chicos tan jóvenes, deslumbrados por la eventualidad de hacerse ricos y famosos en un pispás, apremiándose a sí mismos para crear nuevos contenidos, ser ocurrentes, obtener montones «me gusta» y pulgares hacia arriba, sin contar con el 'drama' de perder seguidores o encajar insultos y mensajes de odio a una edad en la que generalmente se dispone de pocas herramientas para relativizar, de escasa tolerancia a la frustración. Horas y horas en soledad, abismados frente a las pantallas del ordenador, en un tono jovial, 'chupiguay', que ignora el tedio, el fracaso, la normalidad.
En su ensayo 'La fragilidad del mundo' (Tusquets), el filósofo Joan-Carles Mèlich advierte de que el sistema tecnológico impone la lógica de la exhibición total, "de la afirmación sin límites, de la positividad extrema, de la desvergüenza". Y lo bautiza como el "nuevo panóptico digital", en alusión a la cárcel perfecta, el panóptico, que diseñó el utilitarista Jeremy Bentham en 1791 (Dickens no podía ni verlo). El invento consistía en una torre vigía alta (la cabeza del pulpo) y en unos cinco o seis pabellones, de menor altura, que se extendían de forma tentacular desde el centro. Los reclusos sabían que podían ser vistos en todo momento, aunque no estuvieran siendo observados de facto en ese preciso instante. El engendro también se empleó en la construcción de hospitales, manicomios, 'workhouses' (asilos para pobres) y escuelas. Pero a diferencia del panóptico de Bentham, en que los reos saben que son vigilados, en el digital "creen que son libres".
Internet, la red de redes, ha abierto infinitud de posibilidades, pero, ojo, también aísla. Y ha trastocado los ejes básicos sobre los que se asienta la existencia: el espacio (fulminándolo) y el tiempo (acelerándolo). Parece que se deba prescindir de lo superfluo, del cara a cara, del sabio concepto de "perder el tiempo" escuchando a los demás y a nosotros mismos.
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