La diplomacia después de Trump
Flechazo en el Atlántico
La alianza de democracias euroatlánticas como motor para definir un nuevo mundo tras la pandemia puede convertirse en una utopía para nostálgicos de la Guerra Fría
Carlos Carnicero Urabayen
Periodista.
Carlos Carnicero Urabayen
Como si la pandemia hubiera sido un mal sueño, Merkel, Macron, Johnson, Biden y el resto de los líderes de las dos orillas del Atlántico se ven estos días las caras en cumbres como las de antes. Entre reuniones del G7, OTAN y la UE la agenda borbotea, pero lo más relevante es la alianza de democracias que promueve Biden para contrarrestar el imponente auge chino y el revoltoso comportamiento de Rusia.
Sobre el papel, el flechazo es seguro. Para los europeos, Joe Biden, comparado con Trump, parece un sueño en una noche de verano, un ‘déjà vu’ de Obama, de quien fue vicepresidente. Su lema “América está de vuelta” es casi un perdón. Según una encuesta del Pew Research Centre elaborada en 12 países aliados de Estados Unidos, un 75% muestra confianza en Biden, comparado con un 17% que lo hacía en Trump.
“Biden da pasos de bebé para convertir Estados Unidos en una especie de socialdemocracia europea”, decía recientemente Simon Kuper en ‘Financial Times’. El reforzamiento del papel del Estado, las subidas de impuestos para los ricos o las reformas de la sanidad evocan los debates europeos de las últimas décadas.
Pero la alianza de democracias euroatlánticas como motor para definir un nuevo mundo tras la pandemia puede convertirse en una utopía para nostálgicos de la Guerra Fría. “Soy escéptico porque los consensos internos se han fracturado y nos debilitan, especialmente frente a China o Rusia, que no dudan en utilizarlo para debilitarnos. En el pasado también teníamos contradicciones, pero la preeminencia de Occidente en el siglo XX podía con casi todo”, explica Pol Morillas, Director del Cidob.
Una mirada a la última década nos pone frente al espejo. El terremoto anglosajón de 2016, con la llegada de Trump, precedida del Brexit –un referéndum nacionalista con tintes xenófobos que no fue ganado precisamente con la bandera de los valores de las sociedades abiertas– y la coda del asalto al Capitolio del pasado enero dan buena muestra de nuestras grietas democráticas.
Por no mencionar la deriva autoritaria de los países excomunistas del este de Europa, con Orbán a la cabeza, los mismos que encarnaron el ideal del fin de la historia en los 90 y proclamaron la victoria de la democracia en un para siempre que ahora está en duda. Recuerda Anne Applebaum: “Con las condiciones adecuadas, cualquier sociedad puede revolverse contra la democracia”.
Si por las grietas de nuestras democracias entra agua, Vladimir Putin no está precisamente remangado para achicarla. El presidente ruso es un maestro explotador de las contradicciones internas de Europa. Josep Borrell, jefe de la diplomacia de la UE, salió trasquilado hace meses de una encerrona en Moscú. Putin nos utiliza para dividirnos y fortalecerse dentro. Como gran cínico, se pregunta: si todos somos iguales, corruptos y autoritarios de uno u otro modo, ¿por qué no nos dejan en paz con nuestros asuntos?
La voz con la que exigimos a China y Rusia que respeten los derechos humanos carraspea. Más allá de nuestras propias fallas, Europa y Estados Unidos necesitan a estas dos potencias para resolver cuestiones globales. La pandemia no tiene fronteras y nadie estará seguro hasta que todo el mundo esté seguro. La vacunación global no admite esperas. Es indispensable que se esclarezca si el covid-19 comenzó en la fuga de un laboratorio en Wuhan y nuevos protocolos para evitar accidentes en centros de ese tipo. Por otro lado, salvar el planeta del cambio climático es una tarea que no puede quedar secuestrada por la batalla de los valores.
Biden quiere que Europa se sume a su política de mano dura con China, pero los intereses económicos y estratégicos de la UE no son exactamente los mismos que los de Estados Unidos. La UE debe pensar por sí misma. Ir de la mano con Biden parece inevitable, pero no bajo su brazo, y, desde luego, no para pretender que el mundo vuelva a una Guerra Fría. Para ser influyente, la complementariedad estratégica euroatlántica exige sociedades cohesionadas y democracias fuertes. Y si la UE quiere utilizar “el lenguaje del poder”, Borrell 'dixit', necesita unidad, empezando por abandonar la unanimidad en su política exterior.
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