Ágora

Quo vadis

Hoy Barcelona no tiene proyecto, ningún horizonte compartido que reúna gobierno y sociedad civil

Varios 'riders' esperan ante un restaurante de Barcelona para recoger pedidos.

Varios 'riders' esperan ante un restaurante de Barcelona para recoger pedidos. / Manu Mitru

Ernest Maragall

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Ya han pasado dos años desde el inicio de mandato en el Ayuntamiento de Barcelona. Hasta ahora, hemos visto cómo el equipo de Colau 'pinta y colorea' y escribe titulares, mientras el PSC de Collboni trabaja incansable para hacer de Barcelona una franquicia de Madrid. Del Madrid de la Moncloa que defiende la prefectura de policía en Via Laietana y subasta el Puerto Olímpico. También del Madrid de Ayuso, el del crecimiento a cualquier precio. Un deseo de franquicia que Valls aplaude –es por eso que impidió un gobierno republicano- y que los 'comuns', socios de los socialistas en ambas plazas, consienten alegremente.

El rumbo de una sociedad suele ser el del vector suma de sus fuerzas. Y en el caso de Barcelona, las fuerzas que gobiernan se anulan la una a la otra. Si el señor Collboni quiere crecer sin medida, la señora Colau hace lo posible para decrecer. Y como resultado no hay rumbo. Hoy Barcelona no tiene proyecto, ningún horizonte compartido que reúna gobierno y sociedad civil; el requisito imprescindible para conseguir los prodigios que Barcelona ha hecho a lo largo del tiempo.

Tenemos medio Gobierno que quería erradicar el turismo y el otro medio que lo quiere multiplicar, por ejemplo, ampliando la oferta aeroportuaria en un 40%. Solo hay una cosa que comparte este gobierno municipal: el jacobinismo, la sumisión a Madrid y la idea de que la centralización –en Madrid, en Barcelona– es más potente que la red: la de los barrios y distritos, Barcelona adentro y Barcelona afuera, la del país entero. Una idea más propia del XIX que del XXI.

Los ciudadanos no tienen que elegir entre el decrecimiento y el crecimiento insostenible. Hay, afortunadamente, la opción de una prosperidad compartida que supere el círculo vicioso en el que Barcelona había entrado cuando se disparó, simultáneamente, el crecimiento del turismo, los puestos de trabajo mal pagados, los precios de la vivienda y la expulsión de ciudadanos y de actividades de valor añadido. Y no, esto no supone una demonización del turismo.

El alcalde de Nueva York reclamaba recientemente su retorno. La diferencia es que los puestos de trabajo afectados allí eran menos de la mitad que aquí en porcentaje. Y se trata de eso, de su justa proporción. De una proporción que Barcelona había dejado de cumplir, como ha hecho muy evidente el covid-19. Así, antes de la pandemia había quien celebraba el millón de puestos de trabajo en la ciudad, sin considerar su calidad ni el hecho de que más de un 30% los ocupaban ‘commuters’ obligados a una movilidad insostenible; ni que, en el mismo periodo, quien podía marchaba de Barcelona; bien para trabajar en lugares de más valor añadido y/o para vivir en lugares con un mejor balance entre valor y precio.

Barcelona puede y tiene que ser el mejor lugar para vivir y para trabajar. Como lo ha sido durante muchos años, cuando vivir aquí no era más barato que hacerlo fuera, pero valía la pena: por un lado, porque los puestos de trabajo daban para pagar el diferencial de coste y, por otro, porque la ciudad ofrecía cultura, comercio de proximidad y un espacio público vivo. Barcelona tiene que dejar de ser objeto, escenario, franquicia, paisaje. Y tiene que volver a ser sujeto, creadora, líder, referencia.

La ciudad, como también el mercado, pide compromiso y complicidad. Si algún activo define Barcelona, es el de la potencia creativa de su sociedad, de su ciudadanía, de sus profesionales, asociaciones, vecinos organizados, emprendedores, comerciantes, científicos, mujeres y hombres libres que quieren, precisamente, poder serlo sin límites, ni trabas burocráticas o ideológicas. Ellas y ellos tienen que ser el sujeto real de la complicidad ayuntamiento-ciudad que tiene que generar la transformación que sabemos posible.

La ciudad nacida como ágora comercial, política y cultural, hoy se enfrenta al reto de la ubicuidad, pero la pandemia nos ha demostrado que la utopía digital es distópica: nos quiere enjaulados para servirnos en casa (pseudo) cultura y alimentación enlatada, que nos llevan unos 'riders' mal pagados. Y no estoy haciendo un canto nostálgico de retorno a un pasado mejor. Bienvenida sea la innovación tecnológica, siempre que sus beneficios se socialicen. El mercado es un artefacto que para funcionar bien pide una regulación firme y sensata. Tanto como, a menudo, requiere el impulso público potente y decidido al servicio de estrategias conocidas y compartidas.

Estas son, precisamente, las herramientas que ERC propone: regulación e impulso. Y estos son los rasgos definitorios con que lo abordaremos: compromiso público, complicidad, ambición y solvencia. Los rasgos que, precisamente, siempre han definido la mejor Barcelona.