Mudanza de una biblioteca

Al contenedor de papel

La primera vez que lo vi, me impresionó. ¡Tirar libros! Eso no se hace. Pues sí. Y puede resultar muy catártico

Un área de contenedores en superficie en el centro de Mataró.

Un área de contenedores en superficie en el centro de Mataró. / ACN / Jordi Pujolar

Rosa Ribas

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Cuando ustedes lean este texto, todos mis libros estarán metidos en cajas de cartón listas para la mudanza; pero, mientras escribo estas líneas, quedan todavía muchas decisiones por tomar. 

Ya comenté una vez que había encontrado bastantes textos, unos más prácticos otros más reflexivos, sobre cómo organizar la biblioteca personal. Sin embargo, apenas nadie habla sobre cómo desmantelarla, aunque se trata de una acción tan compleja como la anterior. Más difícil en realidad, diría, porque se tiene que desmontar en pocos días, una biblioteca construida durante años. Y no se trata de meter los libros en cajas y volver a sacarlos para recolocarlos en las nuevas estanterías. La mudanza de una biblioteca es la ocasión de revisarla y separar lo valioso de lo superfluo, lo que significa que hay que tomar una decisión tras otra: qué libros se quedan, cuáles se van y, también importante, a dónde, y eso volumen a volumen. Unos irán a otra biblioteca, otros son para amigos, otros van a una tienda de segunda mano, otros al 'bookcrossing' y otros al contenedor de papel. 

Hay que aprender que un lomo y dos tapas no convierten en sagradas las páginas que envuelven

De todas estas opciones, la que más me ha costado incorporar es la última. Hay que aprender que un lomo y dos tapas no convierten en sagradas las páginas que envuelven. El enorme poder simbólico del libro me inhibía, hasta que me atreví a llevar a la acción la necesidad que algunos libros me dejaban tras la lectura: dar otra oportunidad a ese papel de convertirse en algo útil. 

Ayudó también el ejemplo del crítico alemán Denis Scheck, que presenta un programa en el primer canal de la televisión. En una de las secciones repasa los diez libros más vendidos en la lista del semanario 'Der Spiegel'. Los comenta con elocuencia y, cuando el libro le parece muy malo, lo tira a un contenedor, no sin antes dar sus razones. La primera vez que lo vi, me impresionó. ¡Tirar libros! Eso no se hace. Pues sí. Y puede resultar muy catártico

Esta vez, además de tirar al contenedor libros que me han parecido espantosos, he dejado ahí los que estaban muy deteriorados y los que olían demasiado mal. He tenido que deshacerme de algunos porque el papel literalmente apestaba. Eran libros de ediciones de quiosco que compré hace muchos años. Ediciones baratas, el presupuesto no daba para más, que han envejecido pésimamente. Varios de ellos tenían incluso un valor emocional porque fueron lecturas fundacionales. Pero ¿qué hago con un ejemplar de 'Cien años de soledad' que no puedo leer porque no solo huele muy mal, sino que las páginas han adquirido un color marrón más oscuro que el de la cubierta? Al contenedor del papel. Compraré un ejemplar nuevo, legible. Uno que no huela mal. O que simplemente no huela. 

Lo del olor de los libros nuevos en realidad me resulta bastante cargante. No soy de esos fetichistas. No me embargan extrañas sensaciones cuando abro un libro nuevo, no me extasía el olor a tinta fresca y a páginas vírgenes, uno de los tópicos más manidos de lo que el ya citado Denis Scheck llama “pornografía libresca” (en alemán queda, por supuesto, más compacto en una sola palabra “Bucherporno”). Con esto se refiere, sobre todo, a novelas cargadas de todo tipo de clichés empalagosos sobre los libros y la lectura, en los que, por ejemplo, aparecen misteriosos y sabios libreros que, desde detrás de los mostradores de sus tiendas, con o sin gato, con o sin lámpara de pantalla de color verde, pero siempre en penumbra, observan a sus atribulados clientes y les ofrecen libros que les hacen descubrir el sentido del amor, de la vida, de la amistad… Tipos que vendrían a ser algo así como la versión en librero de Amélie, esa inquietante francesa de sonrisa psicópata que trabajaba en un café.

El olor de libro nuevo resulta agradable porque significa simplemente que el libro es nuevo. Nada más. Me resultan ajenos esos embelesos extáticos que son parte de la retórica algo desaforada en el discurso sobre los libros y la literatura, un culto extremo al objeto que me parece más propio del fenómeno fan. 

Y es que no yo soy fetichista, pero tengo unos pocos libros para mí tan valiosos que son lo que salvaría del fuego si se quemase la casa. Y no los meteré en cajas, vendrán conmigo en la maleta cuando haga la mudanza.