Análisis

Netanyahu y el enésimo espejismo de Oslo

Con la salida de Bibi no cabe esperar cambios significativos en el devenir de Israel ni de la ocupación de los territorios palestinos

El primer ministro israelí Benjamin Netanyahu en septiembre de 2017.

El primer ministro israelí Benjamin Netanyahu en septiembre de 2017. / Reuters / Gali Tibbon

Joan Cañete Bayle

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Es pura condición humana, y más en estos tiempos líquidos, personalizar en personas asuntos muy complejos. Siempre ha sucedido con los grandes dirigentes, a los que se les atribuye casi en persona los aciertos y los errores, lo excelso y lo miserable, las maravillas y el horror. Así, Roosevelt y Churchill ganaron la Segunda Guerra Mundial, Gorbachev derribó el Muro de Berlín, Juan Carlos I y Adolfo Suárez fueron los artífices de la Transición y Marine Le Pen es en sí misma la amenaza ultra en Francia.

La reducción de coyunturas económicas, sociales, políticas, ideológicas y bélicas a una persona ayuda a entender pero, al mismo tiempo, implica un riesgo: que cunda la impresión de que la salida de un dirigente implica de forma inmediata un cambio radical, la desaparición no solo de lo que hizo, sino de por qué lo hizo. Donald Trump, sin ir más lejos.

Halcones y palomas

Si finalmente Binyamin Netanyahu abandona el poder (subrayo el finalmente) muchos de los análisis hablarán de que se abre una oportunidad a un giro diplomático en la zona. A juicio de cierta mirada hacia Israel, Netanyahu, el halcón por antonomasia, representa una de las piezas extremas del tablero. Su marcha, y más si lo releva un «centrista moderado» como Yair Lapid, es una oportunidad para la paz.

Es una impresión errónea por muchos motivos. Por ejemplo, que la lógica de Israel y del conflicto con los palestinos no se mueve en términos de halcones y palomas o de izquierda y derecha. O que Lapid, el nuevo aspirante a paloma, también pica. O que este Gobierno de coalición es inestable y variopinto incluso para los estándares de la política israelí.

Además, la historia muestra el error de personificar lo mucho que va mal en Israel y los territorios en Bibi. Uno de los muchos espejismos de Oslo fue la esperanza de que su marcha en 1999, tras tres años de primer ministro opuesto a las negociaciones , suponía salvar un obstáculo para la paz. Después de él vinieron Camp David, Taba, Ariel Sharon la Seguna Intifada y la victoria de Hamas en Gaza. Netanyahu no acabó con Oslo, de la misma forma que ahora tampoco es el responsable único de las políticas de Israel. Si finalmente se va, como en 1999 no es de prever más que la continuación de lo que sucede desde hace tiempo: la profundización de la ocupación. Otra cosa, más que un espejismo, sería pensamiento mágico.