Vilo independentista

Los límites del indulto

El poder judicial desbordaría sus propios límites si sustituyera al Gobierno en la ponderación de las circunstancias que justifican los indultos

Salida del centro penitenciario de Lledoners de los presos del 'procés'.

Salida del centro penitenciario de Lledoners de los presos del 'procés'. / MIREIA ARSO/REGIO7

Xavier Arbós

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La etimología de la palabra ‘indulto’ ayuda a explicar el alcance de lo que está en la agenda del Consejo de Ministros. Procede del latín ‘indultus’, y significa concesión o acto de generosidad. Eso coincide con la historia de esta figura, asociada con el ilimitado derecho de gracia del que gozaban los monarcas en la monarquía absoluta. En ejercicio de ese derecho, los reyes podían exonerar a cualquiera del cumplimiento de las penas impuestas por un tribunal. Esa forma de indulto dependía únicamente de la voluntad del soberano, pero, con las revoluciones liberales, cambiaron las cosas: llegó la separación de poderes y el Estado de derecho. Los jueces afirmaron su independencia y el monopolio de la función jurisdiccional. Por encima, el principio de legalidad del Estado de derecho enmarcó el marco de actuación de los gobiernos de tal modo que redujo el margen de su discrecionalidad. Cualquier indulto desvirtúa los efectos de una sentencia sancionadora, así que se legisló para acotar las circunstancias en las que podía otorgarse. La decisión se retiró de las manos del rey y se dejó en manos del Gobierno, al que se le podían exigir responsabilidades políticas. Todo eso se refleja en la ley de 18 de junio de 1870 “estableciendo reglas para el ejercicio de la gracia de indulto”, vigente y de aplicación a los indultos que se preparan.

La figura misma del indulto encaja mal con la idea del Estado de derecho, en que los jueces aplican las leyes en sus sentencias, que se cumplen sin excepciones impuestas por el Poder Ejecutivo. Pero alguna utilidad debe tener la figura, cuando se mantiene en muchas democracias: corrige excepcionalmente las resoluciones judiciales y deja esa alteración en manos de quien puede tener que responder por ella.

La ley de 1870 establece un marco acotado para la concesión de los indultos, que no excluye ni el control jurisdiccional ni el control político. Los artículos 11 y 12 de la ley indican que los indultos se conceden por razones de “justicia, equidad o utilidad pública”, y vale la pena subrayar que se trata de alternativas: un indulto basado en razones de utilidad pública entraría perfectamente en la ley. Obviamente, puede ser discutido lo que un gobierno considere de utilidad pública, y la oposición tiene a su alcance todos los mecanismos parlamentarios para exigir responsabilidades políticas. En cuanto a su control jurisdiccional, el acuerdo de concesión de indulto se recoge en un real decreto, que puede ser objeto de recurso contencioso-administrativo. Si los indultos se recurren, como es previsible, deberá actuar la sala tercera del Tribunal Supremo. Y entonces habrá que tener en cuenta lo que dijo el 20 de noviembre de 2013, en la sentencia en la que se anuló un indulto. Porque ahí el tribunal, en una resolución discutida por votos particulares, se atribuye la posibilidad controlar “si la concreta decisión discrecional de indultar ha guardado coherencia lógica con los hechos que constan en el expediente” (fundamento jurídico 8). La sentencia entendió que no, ya que el acuerdo de indulto omitía cualquier justificación del acuerdo de indulto.

Podemos esperar que en los futuros indultos haya una mínima justificación del acuerdo. Si se da, el Tribunal Supremo no debería erigirse en guardián de lógica, porque su papel es el de verificar, en caso de recurso, que no existe arbitrariedad porque se manifiesta una justificación, aunque no complazca a los magistrados. Y en ningún caso puede imponer sus criterios acerca de lo que es “utilidad pública” a los del Gobierno. Porque eso entra dentro de las atribuciones de cualquier gobierno, que puede ejercer sus atribuciones con su propia visión de lo que es oportuno y conveniente para el interés de la ciudadanía.

La independencia de los jueces es un valor que debe ser preservado, para que nada interfiera en las resoluciones que se adopten en el ejercicio de la función jurisdiccional. Pero en el poder judicial debe imperar, recíprocamente, una actitud de contención para no desbordar sus propios límites. Eso ocurriría si los magistrados se dejaran llevar por sus opiniones acerca de lo es de “utilidad pública”, o sustituyeran al Gobierno en la ponderación de las circunstancias que justifican los indultos. La separación de poderes también ampara los del Gobierno.

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