Modelo económico

Inmigración: ni necesidad ni buenismo

El debate inmigratorio debe centrarse en ponderar adecuadamente costes económicos particulares y beneficios generales

Inmigrantes en situación irregular trabajando como jardineros en Montjuic, Barcelona

Inmigrantes en situación irregular trabajando como jardineros en Montjuic, Barcelona

Josep Oliver Alonso

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Hace pocos días, el presidente Sánchez nos ilustró acerca de la situación del país en 2050: con la colaboración de ilustres colegas propuso un diagnóstico con el que, en sus líneas maestras, coincido y aplaudo. Porque, en los asuntos humanos, lo primero es siempre ganar la batalla de las ideas. Desde esta óptica, hay que convenir que el programa sirve para sentar las bases de necesarias, ya veremos si posibles, políticas para avanzar. Y aunque el documento (más de 600 páginas) da para mucho, desde aquí quisiera llamar la atención del lector acerca del reto del envejecimiento. Bienvenido sea que el Gobierno ponga en su antena esa preocupación, que siempre debiera haber estado ahí pero que, como muestra la ausencia de políticas de soporte a la familia, su presencia ha sido, más que tenue, imperceptible.

Pero si bien está que se destaquen los problemas que plantea la transición demográfica, las soluciones que se apuntan tienen preocupantes aristas. Básicamente, aunque no de forma única, proceden del recurso a la inmigración: unos 190.000 inmigrantes netos por año, desde ahora a 2050, añadiendo cerca de 6 millones de nacidos en el extranjero que, ciertamente, evitarían la caída de la población que podría tener lugar. No estoy, en absoluto, en contra de la inmigración: ella debe ser parte importante de la solución a nuestros problemas demográficos. De hecho, hace ya unos años, publiqué un volumen ('España 2020, un mestizaje inevitable', 2005) en el que destacaba su contribución a nuestro bienestar: en los años 1997-07, cerca del 40% del crecimiento del PIB cabe asignarlo a la participación de la inmigración. Tras la crisis financiera, a partir de 2014 volvió a tomar impulso y, a medida que el crecimiento se asentaba, mayor peso adquiría: en 2018-19, cerca del 90% de los nuevos empleos en Cataluña fueron ocupados por nacidos en el extranjero y, en el conjunto del Estado, un muy elevado 60/70%. En todo caso, es incuestionable el positivo papel de los inmigrantes en el crecimiento y el bienestar del país. Esta, para mí, no es la cuestión.

Puede afirmarse que los beneficios económicos de la inmigración son generales, pero sus costes son muy específicos, y los sufren, en particular, sólo determinados colectivos de rentas bajas

El debate debe centrarse en ponderar adecuadamente costes económicos particulares y beneficios generales. Demasiado a menudo se contempla la inmigración, únicamente, como un regalo para el país de destino: una mano de obra que, de golpe, aparece formada y dispuesta a trabajar, con costes sanitarios muy bajos dada su edad y una larga carrera laboral por delante. Y, siendo ello cierto, no se suelen destacar los costes que, como sociedad avanzada, deberíamos abordar para conseguir una integración adecuada, que no hipoteque el futuro social del país, como ya se ha visto en ciertos lugares de Francia o Gran Bretaña, por ejemplo. 

Pero, en el campo de las políticas inmigratorias, las de su integración brillan por su ausencia. Yo solo recuerdo el Pla de Barris del tripartito catalán, un loable intento de inversión pública en áreas de particular intensidad inmigratoria, destinado a mitigar los negativos efectos de la llegada de contingentes muy numerosos. Porque los costes existen, en particular en barrios periféricos de las grandes ciudades, en municipios próximos a las mismas, en sus escuelas, en la sanidad, en los precios de la vivienda o del alquiler, o en los salarios de aquellos segmentos del mercado de trabajo en el que compiten los recién llegados. En cierto sentido, puede afirmarse que los beneficios económicos de la inmigración son generales, pero sus costes son muy específicos, y los sufren, en particular, sólo determinados colectivos de rentas bajas.

¿Inmigración? Por descontado que sí. Pero los graves problemas demográficos del país no pueden resolverse fundamentalmente con esta medida. En el ínterin, habrá que ampliar el catálogo de las disponibles y socialmente deseables: aumento de la presencia femenina en el mercado de trabajo, incremento en la edad legal de jubilación, avance de la productividad o recuperación de la natalidad. Y, en lo tocante a esta última, y a la primera, difícilmente va a mejorar, si continuamos con la inexistente política de soporte a la familia (conciliación, guarderías, fondos directos, becas, …).

La inmigración es una solución parcial que, además, tiene costes. Tratándose del futuro del país, no podemos apostarlo todo a la necesaria importación de mano de obra al precio que sea, ni al buenismo de ciertas políticas, que no evalúan sus costes sociales y económicos. ¿Inmigración? Bienvenida sea. Pero con una política global que merezca ese nombre.

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