BARRACA Y TANGANA

Todo controlado

Está la Liga para decidirse en un suspiro. Lo puedes tener todo controlado, en apariencia, que no evitarás el temor a que en un instante salte por los aires

Militao, de espaldas junto a Diego Carlos, toca el balón con el brazo.

Militao, de espaldas junto a Diego Carlos, toca el balón con el brazo. / Efe / Ballesteros

Enrique Ballester

Enrique Ballester

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Está la Liga para decidirse en un suspiro. Por abajo y por arriba se complementan los suplicios. Está la Liga que depende de un perverso cóctel: saltar con los brazos abiertos, tirar un penalti al poste o parar la imagen de un fuera de juego una centésima después o antes. Lo llaman emoción y se aplaude. Por su culpa yo malvivo cada primavera. Lo puedes tener todo controlado, en apariencia, que no evitarás el temor a que en un instante salte por los aires. Todo controlado excepto un pequeño detalle.

Al respecto tengo una anécdota. Otra. Las odio.

Aquí va la anécdota. En la recta final del instituto a algunos nos dio por el anarcosindicalismo. Podríamos haber optado por el surf, pero no: anarcosindicalismo. Es una de esas cosas de mi adolescencia que ahora observo con distancia y me encajan las piezas del puzle de golpe: normal que no ligáramos. En la sección de estudiantes éramos tan pocos que cabíamos en un coche, aunque tampoco teníamos coche. Ni novias ni coches. Cuando saltamos a la universidad decidimos que había que dejarse notar, que había que crecer y fortalecerse, así que elaboramos un fantástico plan para la primera noche.

Un plan simple

Era la fiesta de bienvenida de la universidad, un asunto interesante. El plan consistía en preparar una pancarta, subirnos a las vallas junto al escenario de los conciertos y enseñarla al público respetable. Un plan simple: en la sencillez radicaba su belleza, aunque no estaba exento de complicaciones. Buscamos por el sindicato una lona para la pancarta y solo encontramos una que ya estaba usada por un lado. Era de un antiguo conflicto laboral, de unos trabajadores de una empresa de Huelva, que no me preguntéis cómo llegó hasta Castelló, que tampoco creo que os importe. El caso es que nos dio igual: utilizamos la cara que estaba sin pintar y escribimos allí algo sobre la educación libertaria, las universidades y las cárceles.

Con nuestra pancarta preparada llegamos a la fiesta. Esperamos con paciencia el momento y tomamos posiciones. Javi y yo éramos los encargados de llevar a cabo la acción. A la hora acordada nos pusimos las capuchas de las sudaderas y nos subimos las bragas del cuello para taparnos las caras. Nuestros compañeros nos desearon suerte, en una despedida tensa, y avanzamos entre el público hasta llegar a la primera fila del concierto. Escalamos por las vallas, sujetando la pancarta cada uno de un extremo, y nos acercamos a medio metro del cantante para asegurarnos de que percibía nuestra presencia y nuestro mensaje. El público enloqueció, víctima de esa euforia particular que solo aparece cuando se mezclan el alcohol y la universidad, todos a favor de la educación libertaria, todos a tope; y yo me vine arriba y levanté el puño al aire, que aún me acuerdo porque me desequilibré y casi me caigo de frente.

Éxito efímero

Cuando vimos que se aproximaban los seguratas, Javi y yo nos bajamos con diligencia de las vallas y separamos nuestros caminos como estaba previsto. El plan había sido un éxito, una operación tan precisa como breve, y no nos seguía nadie. Mientras nos escabullíamos entre la masa, sintiéndonos vencedores, escuché la voz del cantante: "Claro que sí, todo nuestro apoyo a los trabajadores de Huelva en sus reivindicaciones".

Había leído la parte trasera de la pancarta, lógicamente. El público aplaudió, porque el público aplaude lo que le echen. Lo teníamos todo controlado excepto un pequeño detalle.