Conocidos y saludados

Pablo Iglesias se despide de ustedes

El líder de Podemos ha dicho basta. Aunque los resultados de su formación en la Comunidad de Madrid mejoraron los anteriores, su convulsión pública ya era muy superior a su tranquilidad privada

Pablo Iglesias el día del cierre de campaña

Pablo Iglesias el día del cierre de campaña

Josep Cuní

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La nueva política llegó para jubilar a la vieja. El ímpetu de su juventud venía a desplazar al cansancio de la tradición y su aire fresco al ambiente contaminado. Ha durado siete años. Los que han transcurrido desde el ascenso a la caída de sus referentes, personalizados en los líderes de las formaciones entonces emergentes en España: Ciudadanos y Podemos. Y si bien el primero se encarnaba en la revisión de las fórmulas surgidas de la transición, predicadas por un apuesto catalán que se había desnudado para acceder al Parlament, el segundo venía para destruirlas y organizar la nueva sociedad, empujado por un movimiento cívico que había acampado en las principales plazas coreando eslóganes de impaciencia. Tampoco fue. La resistencia histórica, tanto de la derecha como de la izquierda convencionales, ha demostrado que aquel cúmulo de flaquezas sobre el que se entonaban salmos mortuorios tenía una frágil salud de hierro. Y así, al adiós precipitado por la rémora electoral de Albert Rivera, un año y medio después se ha sumado quien le trataba de tú a tú, desde la complicidad que facilita compartir generación y a pesar de la distancia que producen ideologías antagónicas. 

Pablo Iglesias Turrión (Madrid, 17/octubre/1978) ha dicho basta. Sentirse “el chivo expiatorio que moviliza los afectos más oscuros, más contrarios a la democracia” no es una buena emoción. Y aunque los resultados de su formación del martes en la Comunidad de Madrid mejoraron los anteriores, gracias al empuje que le dio defendiendo sus postulados como si no hubiera un mañana, su convulsión pública ya era muy superior a su tranquilidad privada. Su inquietud, no obstante, no era nueva. Hacía tiempo que había dejado de salir con amigos a tomar una copa o a comer. Los ágapes los repartía entre el despacho oficial y su casa.

Los insultos que le lanzaban quienes le identificaban como su demonio particular le cortaban la digestión

Los insultos que le lanzaban otros comensales o quienes le identificaban como su demonio particular le cortaban la digestión. Las amenazas le habían llevado a lamentar que ni siquiera podía llevar a sus hijos al parque. Era el resultado de las ampollas que había levantado en sus pocos, pero contundentes, años de actividad pública y provocación política, sumados a la feroz agresividad mediática con la que fue saludado su acceso a la vicepresidencia. Cierto es que él tampoco supo resistirse, porque le puede la sangre. Y lejos de abandonar el activismo que le promocionó, alteró el ritmo del primer Gobierno de coalición, recordando con sus intervenciones por qué, ante el imposible acuerdo anterior, Pedro Sánchez había dicho que “no podría dormir por la noche, junto al 95% de ciudadanos de este país, que tampoco se sentirían tranquilos”.

Y al no contribuir a sumar y no querer ser tapón, Pablo Iglesias cede y da paso a lo que define como renovación de liderazgos. Lo que algunos de los suyos han entendido como el fin del cesarismo. El que se manifestó en la dicotomía simplista de su mensaje: democracia o fascismo. Dilema que el electorado dirimió de manera diáfana, negando la mayor y frustrando sus expectativas. Y encima los madrileños le hacen responsable de la crispación.

De vuelta a casa, puede que le pase al revés de lo que le dijeron a Jorge Semprún, cuando el Partido Comunista le bautizó cómo Federico Sánchez: el nombre no será el tuyo, pero la vida sí que será tuya. Una vida verdadera, a pesar del nombre falso.

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