Opinión | Editorial

El Periódico

Despidos colectivos al alza

Aunque algunos sectores sufren problemas estructurales más allá de la pandemia, el mantenimiento de los beneficios no puede ser solo a costa del empleo

Manifestación de trabajadores de Nissan

Manifestación de trabajadores de Nissan / Ricard Cugat

Por más que durante más de un año se haya intentado, y en buena parte logrado, contener la caída del empleo mediante los ertes, el número de personas afectadas por despidos colectivos ha aumentado de forma preocupante. Algunos, por su magnitud, han centrado el interés informativo: Nissan (casi 2.500 empleos directos y 17.500 indirectos), CaixaBank (cerca de 8.300), BBVA (3.800), El Corte Inglés (unos 3.000)... pero además de estos megadespidos que suman 28.000 afectados, son muchos más. Solo en Catalunya, 114 empresas recurrieron a un ere (expediente de regulación de empleo) para despedir a 5.732 trabajadores en el primer trimestre de este año, la peor cifra de los últimos ocho años. Y un dato más: el pasado marzo se registraron la mitad de los despidos colectivos que hubo en todo 2018 en Catalunya. Si quedarse sin empleo de forma involuntaria es una encrucijada vital complicada, tanto más lo es en el entorno de pandemia actual. Huelga decir que un despido es indeseado, en primer lugar, por los trabajadores afectados y sus familias, que pierden una fuente principal de sus ingresos; pero también lo es para el conjunto de la economía, que pierde masa de personas en activo y ve engrosar las listas del paro, con lo que eso significa para las arcas públicas y para el descenso del consumo interno. Desde esta perspectiva, estamos ante un grave problema social y económico de país.

La crisis derivada del coronavirus ha tenido un efecto devastador en muchos sectores, con cierres de negocios por falta de actividad. Pero otras veces, aunque es imposible desligar el efecto de la pandemia en todas las esferas de nuestra vida, la razón principal para recortar las plantillas es otra: porque la compañía no ha sabido adaptarse a los cambios del mercado, porque la matriz decide trasladar la producción a otro país, por fusiones y adquisiciones que llevan a un sobredimensionamiento de la plantilla... En estos casos, el erte, entendido como un balón de oxígeno temporal a la espera de tiempos mejores, no funciona, porque el problema es estructural. Un ejemplo lo encontramos en el sector del automóvil, que afronta la transición hacia el coche eléctrico, una reconversión que precisará menos mano de obra que la fabricación de vehículos de combustión. En previsión de que la nueva industria automovilística no pueda absorber todo ese empleo, hay que ofrecer salidas de reciclaje laboral a los afectados. También en el caso de Nissan -aunque aquí sea una deslocalización- la prioridad ha de ser buscar un proyecto que ocupe el espacio que dejará la multinacional a partir de 2022. La Administración debe tener un papel activo en esta reconversión industrial, captando empresas con proyectos de futuro; y también un papel vigilante, con mecanismos para que empresas que hayan recibido ayudas públicas no destruyan empleo de forma injustificada. 

La banca es otro caso de adaptación al mercado. A la necesidad de recortar gastos en un contexto de tipos de interés negativos se suma el mayor uso de las operaciones online, lo que hace comprensible que la extensa red de oficinas se reduzca. Siendo comprensible desde un punto de vista de viabilidad empresarial, deben tenerse en cuenta otros factores, como la conflictividad laboral, y primar siempre soluciones acordadas con la plantilla para que sean lo menos traumáticas posibles. Y en ningún caso es aceptable que el mantenimiento de los beneficios se haga únicamente a costa de la ocupación. Por su coste social y económico, un ere debe ser la última medida a adoptar, agotadas todas las demás alternativas.