Sant Jordi
Como urracas
Quizás pronto podremos volver a perdernos por los laberintos de papel y rosas, y volver con un libro abrazado
Natàlia Cerezo
Escritora y traductora
Natàlia Cerezo
En Sant Jordi del año pasado, descubrimos una urraca que vivía en la fábrica abandonada de delante. Estábamos mirando la calle desierta desde la ventana cuando vimos que el pájaro sacaba la cabecita por una de las ventanas rotas de la fábrica y que saltaba al plátano de al lado. Entonces empezó a mecerse en la rama con el pico abierto y los ojos cerrados, tomando el sol. Hacía buen tiempo.
Solo recuerdo un Sant Jordi que lloviera, un año que fuimos a Girona. Nos hicimos una foto en un puente y, entre las casas medio colgadas en el Onyar, vimos que se acercaba una nube espesa que se disolvía como un borrón de tinta. Poco rato después corríamos hacia el coche riendo y abrazando los libros dentro de la chaqueta para que no se mojaran.
La urraca observaba algo que brillaba en el suelo. Bajó del plátano rama a rama, poco a poco, pero sin perder de vista el punto brillante de la acera, hasta que se abalanzó sobre el objeto con un golpe rápido de pico y emprendió el vuelo y se volvió a meter la fábrica.
El resto de Sant Jordis los recuerdo como días luminosos. Cuando era pequeña, en Castellar no se hacía nada especial: había adolescentes vendiendo rosas medio marchitas en cada esquina para pagarse el viaje de fin de curso y una mesa con libros delante de la librería del pueblo y el estanco, donde mi yaya me regaló, en 1993, 'Cinc mil refranys catalans' (aún lo uso). Después, cuando viví en Barcelona, paseaba entre las riadas de gente. Las librerías, una tras otra, no se acababan nunca, como un laberinto en un país fantástico, y con maravillas como una parada dedicada solo a literatura brasileña o aquel año que en la Gigamesh regalaron 'El jardín crepuscular', de John Clute.
El año pasado miramos la urraca desde la ventana, y este podremos hacerlo desde la calle. Quizás pronto podremos volver a perdernos por los laberintos de papel y rosas, y volver con un libro abrazado, reluciente como un botón, una moneda o un collar, un tesoro más para el nido que tenemos en casa.
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