Aniversario

En los 90 años de la Segunda República

Si nos preguntamos cuál fue su significado, una parte consistente de la respuesta debe ser que fue nuestra particular contribución a la construcción de la democracia en Europa

El Gobierno provisional de la Segunda República, presidido por Niceto Alcalá Zamora. De izquierda a derecha: Manuel Azaña (segundo por la izquierda), Álvaro de Albornoz, Alcalá Zamora, Miguel Maura y Gamazo, Francisco Largo Caballero, Fernando de los Rios, Alejandro Lerroux y Santiago Casares Quiroga.

El Gobierno provisional de la Segunda República, presidido por Niceto Alcalá Zamora. De izquierda a derecha: Manuel Azaña (segundo por la izquierda), Álvaro de Albornoz, Alcalá Zamora, Miguel Maura y Gamazo, Francisco Largo Caballero, Fernando de los Rios, Alejandro Lerroux y Santiago Casares Quiroga. / Efe

Paola Lo Cascio

Por qué confiar en El PeriódicoPor qué confiar en El Periódico Por qué confiar en El Periódico

Esta semana se ha celebrado la efeméride de los 90 años de la proclamación de la Segunda República española. La relativa discreción con la cual se ha transitado por ese día contrasta con el eco que siempre despiertan –en muchos ámbitos– los aniversarios de la guerra civil. De hecho, hay muchísima historiografía sobre la guerra y mucha menos sobre la República en tiempos de paz.

No se le escapa a nadie que ello se debe también a la resistencia de ciertos paradigmas interpretativos muy tradicionales: la República se vincula a la guerra porque esta última era la única salida posible, ya que la sociedad española –tan arcaica, tan desigual– no estaba preparada para asumir el reto de la construcción de una democracia avanzada en los años 30.

Sin embargo, es una mirada un tanto orientalista (en la medida en que asume una jerarquización entre sociedades intrínsecamente más o menos aptas para la democracia), y elíptica.

Básicamente porque en primer lugar infravalora el peso decisivo del golpe de Estado y de la agresión de las potencias fascistas en la destrucción de la Segunda República y, en segundo lugar, porque minusvalora el hecho de que las desigualdades, la polarización y la violencia política fueron la tónica de muchos países europeos en la década de los 30.

Por lo tanto –y más allá de problemáticas lecturas presentistas–, recordar la Segunda República implica mirar su realidad más allá de la guerra y reconocer que fue un proyecto democrático de progreso, que con todas sus limitaciones –que no fueron pocas, como no puede ser de otra manera– fue probablemente uno de los más avanzados de sus tiempos.

Mientras el impacto de la Gran Guerra, de la conflictividad social a ella asociada, de la crisis económica de posguerra y, posteriormente, del crack de Wall Street, en muchos lugares se traducían en diferentes tipos de dictaduras, en España lo hacían en un proyecto modernizador, que intentó encarar los retos de su tiempo, dibujando un horizonte democrático.

Evidentemente que hubo errores y problemas (la lentitud de las construcciones escolares, la falta de dotación del Instituto de la Reforma Agraria, la gestión de la conflictividad en el campo, los choques no tanto con la Iglesia católica sino con los creyentes por unas regulaciones demasiado estrictas, entre muchos otros), pero se trató de dificultades que en esos mismos momentos estaban teniendo otros países.

Y si es cierto que la vida de la República en su tiempo de paz fue todo menos plácida –ahí están los complots antirrepublicanos, las convulsiones de octubre de 1934 y las conspiraciones de aquellos que nunca le otorgaron legitimidad–, aquel sistema democrático resistió.

La República fue objeto de un golpe de Estado –fruto también de una incapacidad de los gobiernos republicanos de resolver satisfactoriamente la reforma militar, como recuerda con razón Ángel Viñas– y de una agresión militar a mano de dictaduras fascistas, sin poder contar con el apoyo de los países democráticos europeos, que a la postre se inhibieron. Esta fue la razón última de su crisis y desaparición.

No corresponde a quienes ejercemos el oficio de historiadores dictaminar “qué habría pasado si”. Es un ejercicio atrevido y no sé hasta qué punto inútil. Sí corresponde poder analizar cómo se produjeron los procesos históricos y qué consecuencias tuvieron.

En este sentido vale la pena destacar cómo la Segunda República española –a pesar de la violencia revolucionaria, que también existió y complicó terriblemente la defensa de la causa republicana– desde el primer momento en que fue amenazada, se transformó en referente para la opinión pública democrática europea y mundial.

Y siguió siéndolo: a lo largo del conflicto, durante la segunda guerra mundial y también después, en la Europa y el mundo de la guerra fría. Baste con pensar que, en las décadas de la dictadura, los espacios de solidaridad con aquella España democrática derrotada por las armas fueron de los pocos que superaron las divisiones ideológicas. En reclamar la democracia en España se comprometieron dirigentes del bloque soviético y del bloque occidental. Así que si 90 años después la pregunta es cuál fue el significado de la Segunda República Española, una parte consistente de la respuesta deberá ser que fue nuestra particular contribución a la construcción de la democracia en Europa, de la que aún –y por suerte–, disfrutamos.