90 años de la Segunda República
Acrimonia e ignorancia
Dijo Sánchez que el régimen de 1931 supuso un «hito», y fue como echarle una pastilla de Mentos a la Coca-Cola
Olga Merino
Periodista y escritora
Escritora y periodista. Master of Arts (Latin American Studies) por la University College of London (Beca La Caixa/British Council). Fue corresponsal de EL PERIÓDICO en Moscú en los años 90. Profesora en la Escola d'Escriptura de l'Ateneu Barcelonès. Su última novela: 'La forastera' (Alfaguara, 2020).
Olga Merino
Trifulca en el Congreso, otra más, que en parte le vino de perlas a Pedro Sánchez. Tocaba discutir sobre el estado de alarma contra el coronavirus, pero la sola mención en el hemiciclo de la Segunda República, de cuya proclamación se cumplían el miércoles 90 años, laminó cualquier posibilidad de debate. Dijo Sánchez que el cambio de régimen el 14 de abril de 1931 supuso un «hito crucial» en el devenir del país, y fue como echarle una pastilla de Mentos a la Coca-Cola, gasolina a la ramuja o un bistec al dóberman. El jefe de filas de Vox la calificó de «régimen criminal» y, lo que es más grave, Pablo Casado, el líder de una derecha que cabría desear sensata, le afeó al presidente su apelación a «una onomástica» que dividió a los españoles. Si el jueves se celebró algún santo, fue el de la paciencia, que viene anhelando un mínimo de política elevada.
Pobre, Segunda República. Triste y sola.
Llegó del brazo de la primavera, pero el júbilo solo estalló en las grandes y medianas ciudades. Algo improvisada, como suelen acaecer las cosas aquí, y sin que sus líderes fueran conscientes de lo que se les echaba encima: la inmensa tarea de reformar las estructuras socio-económicas del Estado, modernizar el capitalismo en un país esencialmente agrario y, al mismo tiempo, impedir una revolución proletaria (o la secesión nacionalista). Por si no bastaba, había que montar el puzle en un contexto de crisis económica mundial y con la bestia del fascismo en fase rampante. ¿Podía hacerse mucho en tales circunstancias? La primera coalición de socialistas y republicanos intentó acometer la transformación mediante la aplicación de reformas en tres sectores: la aristocracia latifundista, la Iglesia y el Ejército, ahí es nada. Lograron, eso sí, el sufragio femenino, extender la escolarización y una Constitución puntera. Luego vinieron las rencillas internas, el nefasto Lerroux y algunos errores de cálculo, por supuesto. En palabras de Hugh Thomas, el nuevo régimen surgido tras la huida de Alfonso XIII «aterrorizó a la clase media sin satisfacer a los obreros».
Pobre, triste y sola Segunda República. No dividió a nadie. La reventaron.
El 14 de abril de 1937, en otras circunstancias ya trágicas, Antonio Machado escribió un texto en el que explicaba lo que, para él, había sido la república, llegada «con las primeras hojas de los chopos y las últimas flores de los almendros». Fue el gobierno de «unos cuantos hombres honrados» que tuvieron «la insólita y genial ocurrencia de legislar atenidos a normas estrictamente morales», y de hacerlo en el «sentido esencial de la historia, que es el del porvenir». Hombres nada revolucionarios, llenos de respeto, mesura y tolerancia, que «ni atropellaron ningún derecho ni desertaron de ninguno de sus deberes».
Pobre Segunda República. Ni siquiera es posible todavía hablar de ella sin acrimonia, sin tanta ignorancia. Desde luego, seríamos otra gente de haber arraigado su semilla.
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