Opinión | Editorial
El Periódico
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Un curso de frustración
La docencia estricta ha tenido una adaptación desigual, pero ha sido peor el coste en pérdida de oportunidades de interacción, socialización y orientación
Los estudiantes universitarios ya tienen a la vista el final del primer curso transcurrido enteramente bajo el peso de la pandemia. Faltan poco más de dos meses para que llegue el momento de conocer sus calificaciones, concluir sus trabajos de fin de grado y de máster, tomar decisiones sobre si seguir ampliando su formación o plantar cara a un difícil futuro laboral. Pero existe un consenso notable en que ellos sí tienen clara su evaluación sobre cómo se ha adaptado la universidad al trance del covid. Y que esta es, en términos generales y con honrosas excepciones, negativa. Un malestar que se ha puesto claramente de manifiesto entre los estudiantes, como muestran las cartas recibidas tras la solicitud de EL PERIÓDICO para que expresaran sus inquietudes en este diario.
Si las incertidumbres han hecho dar pasos en falso en más de un momento a los responsables de la gestión de la crisis sanitaria y de sus consecuencias sociales y económicas, eso no es menos cierto en el caso de la educación superior. A la adaptación improvisada, en los dos últimos trimestres del curso anterior, a la docencia y la evaluación a distancia, sin preparación, medios ni formación en muchos casos, pero también sin alternativa, siguió un espejismo durante el verano pasado (como en tantos otros sectores) durante el que parecía ser posible una cierta normalidad en septiembre. Y cuando el rebrote veraniego de la pandemia dejó claro que esto no sería posible, los responsables universitarios tardaron en asumir esta realidad, recayendo de nuevo en improvisaciones y vacilaciones, esta vez menos justificables. Los datos epidemiológicos de lo sucedido durante el verano, que situaban a la franja de jóvenes en edad universitaria como una de las más afectadas por el rebrote durante esos meses de socialización recuperada, hicieron que las aspiraciones de una enseñanza presencial híbrida hayan quedado sustancialmente reducidas respecto a las previsiones, y por debajo de lo que ha sido posible en otras etapas educativas.
En esta tesitura, la docencia estricta ha hecho una adaptación desigual, en la que -y ese es el primero de los defectos estructurales puestos en evidencia por la crisis sanitaria- la voluntad, interés, capacidades y empatía individuales de cada docente han pesado más que cualquier planificación pedagógica y organizativa de la institución universitaria. La transformación de la clase magistral en conferencia 'online' ha demostrado sus limitaciones, y no está claro que se hayan explotado las posibilidades de plantear fórmulas alternativas. Pero más allá de la transmisión unidireccional de conocimientos, donde más daño ha hecho el año del covid en la universidad ha sido en la posibilidad de socializar, de tejer relaciones, de trabajar en grupo y hacer posible una interacción enriquecedora, de ampliar horizontes a través de intercambios y prácticas, de recabar orientación, de abrir puertas y oportunidades.
Se ha puesto el foco en salvar en lo posible la presencialidad en los primeros cursos, para facilitar la introducción de sus alumnos en la vida universitaria. Pero para ellos aún llegará, seguro, la recuperación de la normalidad. Incluso de una normalidad mejorada tras todo lo aprendido en este periodo. Más dura será la prueba para quienes este curso finalizarán sus estudios de grado o máster en condiciones de trabajo adversas y con perspectivas limitadas. No es extraño que el estudio en condiciones de confinamiento y esta presión añadida hayan causado desánimo, desaliento y ansiedad. Garantizar que la conclusión del itinerario formativo de esta generación marcada por la pandemia no sea frustrante debería ser ahora la prioridad.
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