Especies desaparecidas

El blues de la última cotorra

De no poner remedio, los museos de ciencias naturales se convertirán en bancos genéticos de los seres vivos que el humano extingue

La cotorra de Carolina dibujada por Audubon

La cotorra de Carolina dibujada por Audubon

Jordi Serrallonga

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5/4/21. Tras una radiografía en el Hospital de Palamós, tecleo todavía conmocionado. Los antros donde remojar el gaznate con un trago de ron hoy cierran a la hora del té, y reñir por el bergantín más rápido, o la más bella de entre los mascarones de proa, solo suena propio de una película de aventuras. Por lo que la nariz hinchada y fisurada no se debe a una pelea entre marinos; ha sido un accidente ornitológico.

En mi retiro de tres días, disfruto de Una habitación con vistas. Gaviotas descaradas, gorriones esquivando al gato negro y parejas de tórtolas turcas posadas en pinos de larga historia natural. Pero la entrada en escena de la tórtola europea ha traído el desastre. Y no es que ambas especies columbiformes hayan entablado batalla; son ajenas a los vicios humanos: ingleses y otomanos lucharon a muerte durante la Primera Guerra Mundial. El problema radica en la torpeza de este primate. He volado hacia el balcón para fotografiar la estampa –dos palomas de la paz, la turca y la europea, reunidas un siglo después– y, por una vez en la vida, mi cabeza de chorlito ha topado con la dura realidad: la invisible luna de cristal.

7/4/21. Despierto con el ojo izquierdo a la virulé. Quizá sea la metamorfosis a piquero (alcatraz) enmascarado de Galápagos, o el aviso de que sanan mis heridas sin escribir sobre la cotorra de Carolina.

El hilo de los sucesos se remonta a febrero, con la publicación del 'Diario del río Misisipi '(Nórdica). Agnès Font me envió el anuncio y, por convergencia evolutiva, llegó el wasap del periodista y ornitófilo Ernest Alós: «'Mira què tinc'». Era la joya deseada: los viajes –entre 1820 y 1821– del naturalista John James Audubon. Sus ilustraciones son veneradas por cualquier amante de las aves; es decir, todo aquel que, como mi madre, no quedó traumatizado tras 'Los pájaros' de Hitchcock. Aunque mayor horror puede infundir la expedición ornitológica de Audubon. En el XIX los científicos de campo no portaban cámaras fotográficas ni de vídeo, sino fusiles. La forma de capturar, clasificar y dibujar a los seres vivos era matando.

Avisé al amigo, y jefe de ala, Jacinto Antón. Visibles o invisibles, le apasionan tanto los pájaros con plumas como los de motor, mas aterricé tarde; ya andaba tras el libro. Lo mismo que el naturalista Cristòfol Jordà. Este me habló de un colorido psitácido; lo describió e ilustró Audubon en su titánico compendio 'The Birds of America' (1827-1838): la cotorra de Carolina. Hoy extinta, uno de los pocos ejemplares taxidermizados, en todo el mundo, se conserva en las Guilleries. Tòfol aconsejaba contactar con el ornitólogo Martí Boada. Aquello adquiría tintes holmesianos pues, a su vez, el sabio Boada me facilitó el teléfono de David Masferrer; descendiente de Marià Masferrer, algo así como el alma gemela de la familia Salvador y el gabinete de curiosidades (Institut Botànic de Barcelona-CSIC) que hoy reproduce el Museu de Ciències Naturals de Barcelona.

Hoy extinta, uno de los pocos ejemplares taxidermizados, en todo el mundo, se conserva en las Guilleries

En el siglo XIX coleccionó aves, insectos, mamíferos, fósiles, minerales e inició el actual arboretum de Masjoan (Espinelves). Precisamente, mi segunda llamada a David fue mientras plantaba abetos junto a su padre Ramon Masferrer. Explican que Marià, en un viaje a Estados Unidos muy a principios del XX, regreso al 'mas' con secuoyas, otros especímenes y una cotorra de Carolina que, a diferencia de Audubon, no cazó, sino que adquirió y taxidermizó. Hubo de ser una de las últimas, pues plantó las secuoyas en 1911 y los avistamientos más actualizados de la cotorra datan de 1910. Se extinguió en 1918 con la muerte del último macho, conocido, que vivía en el Zoo de Cincinnati. 

Marià Masferrer, al naturalizar la cotorra de Espinelves, la convirtió así en uno de los escasos vestigios biológicos de la especie. Efectivamente, gracias a ella, el biólogo Pere Renom y el genetista Carles Lalueza-Fox han podido recuperar su genoma. La prueba de que los museos de ciencias naturales (Masjoan debe serlo), si no ponemos remedio, poco a poco se convertirán en bancos genéticos de los seres vivos que el humano extingue. Esperemos que no muchos más de estos animales se transformen en algo tan invisible como el cristal contra el que chocó mi cabeza llena de pájaros.

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