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Estatua de la activista sueca Greta Thunberg, a las afueras de la Universidad de Winchester, en el Reino Unido.

Estatua de la activista sueca Greta Thunberg, a las afueras de la Universidad de Winchester, en el Reino Unido. / Europa Press

Es muy distraído asistir a la exhibición de excusas de la Universidad de Winchester, en Inglaterra, para explicar la erección de una estatua de bronce en honor a Greta Thunberg. Cuanto más estrambótico es un proyecto, más carga ditirámbica reclama, más justificaciones. La estatua es de tamaño natural, y representa a la chica con un gesto acogedor y con uno de sus famosos anoraks. Los responsables de la universidad, que hablan, claro, de «sostenibilidad y justicia social», están la mar de orgullosos del homenaje y creen que debe servir para «generar un debate razonable», con la esperanza de que «la estatua inspire a nuestra comunidad para que el mundo sea mejor». Sensacional. Si no fuera que la «cosa» ha costado 28000 euros y que el debate no se centra en el cambio climático, sino en el gasto superfluo. Como si Greta no pudiera inducir a la reflexión sin necesidad de inmortalizarla en el campus. La Universidad de Winchester ofrece estudios clásicos, de cultura griega y latina, pero parece que no han leído a Horacio. Hablaba de la poesía como «un monumento más duradero que el bronce». Y mucho más barato, ciertamente. Con un «Soneto a Greta» habría bastado, creo yo.