ANÁLISIS

La pervivencia de Dios

Laporta, en el funeral de Cruyff en el Camp Nou.

Laporta, en el funeral de Cruyff en el Camp Nou. / Jordi Cotrina

Josep Maria Fonalleras

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Hace unos años, Sergi Pàmies escribía que "del mismo modo que existe una manera nuñista de ser cruyffista, no creo que exista una manera cruyffista de ser nuñista". Las elecciones a la presidencia del Barça han reafirmado aquella hipótesis. Y han demostrado otra cosa: que para ser cruyffista con pedigrí de aristócrata no basta con decirlo. O lo eres o no lo eres. En el primer caso, Toni Freixa, quizás el único que intentaba recuperar algo del legado de Josep Lluís Núñez, declaró que “ser cruyffista en el terreno futbolístico no es ser antinuñista”, con lo cual daba la razón a mi amigo Sergi.

En el segundo caso, Víctor Font alabó la herencia de Cruyff y la definió como nadie: “El cruyffismo es un Barça ganador”. Pero Font no era Laporta, que fundamentó su campaña a partir de las reglas de la Biblia según Johan: “Si el mejor del equipo contrario se desmarca muy bien, siempre hay que optar por la solución más sencilla; si no le marca nadie, no se podrá desmarcar”. Ese fue el secreto. Excepto en el arranque homérico de la pancarta en los aledaños del Bernabéu, Laporta se limitó a tener la pelota los 3 minutos de media estadística, mientras pensaba (también lo dice la Biblia), que lo importante es lo que haces en los 87 minutos restantes sin balón. 

Y así fue. En cuanto ganó, él y los de su candidatura se quitaron la reglamentaria mascarilla de diario y se enfundaron el tapabocas de bonito, de color naranja y bajo la advocación del número mágico, el “14”, ese número que para un culé significa algo así como el mensaje cifrado de la divinidad. Y para que no quedaran dudas, Laporta gritó: “Somos desacomplejadamente cruyffistas”. Vaya sorpresa. Igual no era del todo necesario, porque ya había quedado claro que la conexión entre Laporta y Cruyff era algo así como la que existe en la intimidad entre Dios y el Santo Padre, es decir, un colegueo místico de altos vuelos. La tienes o no la tienes, y a estas alturas Víctor Font y el resto de los culés ya lo saben. 

La unidad del barcelonismo

Es curioso contemplar el paisaje después de la batalla. Es como estar en Waterloo después de la sombría derrota de Napoleón, pero con la diferencia que, en esta última contienda, ya no estaba el emperador ni ninguno de sus ejércitos. La lucha del vencedor contra alguien que ni tan solo había comparecido vicarialmente. Se ha librado una contienda sin apenas nuñismo, uno de los dos polos que ha marcado “la reforma y la contrarreforma tan propias del mundo culé”, como decía Ramon Besa.

Y Laporta, que si algo tiene es que es hábil y sabe leer derrotas y victorias, podría haber hecho suyas las palabras que pronunció el duque de Wellington: “Al margen de una batalla perdida, no hay nada más deprimente que una batalla ganada”. Por eso, ha apostado por la unidad del barcelonismo, yo creo que sinceramente. Porque no se trata de blandir armaduras relucientes ante un enemigo inexistente, hoy por hoy, sino de hacer confluir las miradas ante el altar de adoración. 

No hay manera de ser barcelonista sin ser cruyffista. Es el triunfo póstumo de Johan. Más que ser el jugador del 0-5, el del gol a Reina, el del penal indirecto, el del eslalon fulgurante; más que ser el entrenador del Wembley histórico, el del “jardín de Versalles” (como escribió Ramón Lobo), el del Dream Team, el del “salid y disfrutad”; más que todo eso, Cruyff es el resucitado (recordemos que murió en Semana Santa) que instauró una nueva religión, ahora mayoritaria, casi unánime, sin casi herejías, como hizo aquel otro dios que también murió en Semana Santa.