Opinión | LIBERTAD CONDICIONAL

Lucía Etxebarria

El padre de Lucía, los hijos de Rocío

Rocío Carrasco

Rocío Carrasco

Cuando mi padre falleció, yo llevaba semanas sin hablarle. Había tenido una discusión con él y, en mi línea habitual, preferí desaparecer por un tiempo y dejar que las aguas se calmaran.

Un día me llamó mi hermana y me dijo que mi padre estaba ingresado. Mi padre tenía una 'mala salud de hierro'. Se suponía que sus enfermedades provenían de una desnutrición infantil, y del estrés: nació en el 25, había vivido una guerra y una posguerra, y un exilio. Así que no me preocupé mucho. Era un ingreso más.

Mi padre entró en coma al poco de ingresar, nunca más abrió los ojos, no me pude despedir y no pude arreglar las cosas. Él nunca llegó a conocer a mi hija. Yo tenía 36 años.

Mi padre se llamaba José, así que imaginen ustedes la gracia que me hace que cada marzo, con dos semanas de antelación, me vayan avisando que llega el Día del Padre, que es también el día de san José.

Tras la muerte de mi padre mantuve conversaciones con una terapeuta. De ellas aprendí que lo de mi padre ya no tenía arreglo, pero que al menos podría intentar arreglar lo de mi madre. Mi madre y yo teníamos muchas discusiones. Decidí aplicarme el 'dos no discuten si uno no quiere' y no enzarzarme nunca con ella, incluso si eso implicaba darle la razón como a los tontos. A día de hoy puedo decir con orgullo que nunca me he ido a la cama peleada con mi madre, ni tampoco con mi hija. Y que si pierdo la calma y digo al que no debiera, me disculpo.

Reconciliación

Yo pude reconciliarme con mi madre cuando entendí que ella había tenido una infancia durísima, en guerra, con unos padres que prácticamente tuvieron que huir con lo puesto y que le dejaron al cuidado de una tía. Que no había tenido la educación emocional para expresarse de otra manera, y que arrastraba heridas que no habían cerrado.

Pero esta es mi historia personal… Y no se puede aplicar a todo el mundo. Yo no doy lecciones morales.

En los últimos días he escuchado sin parar que Rocío Carrasco es una mala madre porque dejó de hablar con sus hijos. Dejó de hablar con una hija que, según recoge una sentencia, le infligió "maltrato habitual, amenazas e injurias" durante tres años. Una hija que se fue de casa tras pegar una paliza grave a su madre. Dejó de hablar con un hijo que no fue condenado, pero que, a lo que parece, asumió el papel de lo que en psicología sistémica se conoce como 'lugarteniente' del agresor. El que no maltrata activamente, pero favorece y apoya el maltrato.

"Cualquier persona tiene derecho a cortar una relación si cree que su dignidad está en peligro"

Hace unos años la policía nacional detuvo a un joven que había descuartizado a su madre y se había comido parte de sus restos. La madre, según sabía todo su entorno, había aguantado palizas durante años, pero se quedó junto a su hijo porque, ya se sabe: "¡Una madre nunca abandona a sus hijos!". El mismo mantra que escucho siempre que se habla de Rocío Carrasco.

Cualquier persona -sea madre, hija, esposa, padre, cónyuge- tiene derecho a poner límites y a abandonar una relación y cortarla si cree que su integridad física o mental o su dignidad están en peligro. Los lazos familiares no son contratos ni obligaciones. Nada nos tiene que atar a ninguna relación de maltrato, tampoco si los que nos maltratan son nuestros hijos, o nuestros padres.

Nadie debería sentirse culpable por abandonar una relación de maltrato. Y nadie debería criticar a la persona que ha tenido el valor de hacerlo.

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