La tribuna

La crítica a las resoluciones judiciales

Ni jueces ni otras autoridades gozan de una protección reforzada de su reputación. Cuando se quiere dar, suele terminar perjudicando tanto la libertad de expresión como esa reputación

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Xavier Arbós

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Todo empezó con una carta al director publicada en 'Diario de Teruel' el 11 de marzo de 2010. Sus autores eran portavoces de la plataforma ecologista Aguilar Natura, y, en el texto, criticaban duramente a una jueza por una sentencia. La resolución de la magistrada anulaba un acuerdo del Ayuntamiento de Aguilar de Alfambra por el que se paralizaba la solicitud de una licencia por parte de una empresa minera.

La carta en cuestión era muy severa: le reprochaba “parcialidad y falta de competencia”, desconocimiento de la jurisprudencia y haber ignorado pruebas relevantes. La fiscalía se querelló, y los autores del texto fueron condenados por un delito de injurias graves con publicidad. Tras fracasar en su apelación, acudieron al Tribunal Constitucional. Su recurso de amparo fue desestimado en la sentencia 65/2015, y el caso llegó al Tribunal Europeo de Derechos Humanos (TEDH). Allí se les ha dado la razón con la sentencia 'Benítez Moriana e Íñigo Fernández contra España', publicada el pasado 9 de marzo con dos votos particulares, y vale la pena comentarla.

El núcleo central del asunto está en los límites de la libertad de expresión cuando esta se refiere a la actividad profesional de los jueces. Se conoce la línea que sigue normalmente la corte de Estrasburgo: cuando la libertad de expresión se dirige contra cargos públicos, se otorga un margen de aceptación mayor que cuando se ejerce contra particulares. Pero, en el caso de los jueces se da algún matiz importante, que recoge la sentencia comentada en su párrafo 47. Los tribunales deben gozar de la confianza del público, y, por tanto, los jueces tienen que ser protegidos de ataques destructivos infundados. Teniendo en cuenta esto, la sentencia se centra en el caso concreto, en el que tiene que establecer si la condena a los ecologistas comportó una restricción excesiva de su libertad de expresión.

El TEDH entiende que las críticas de los ecologistas son juicios de valor, emitidos por personas que no son juristas. En el párrafo 55 de la sentencia dice que “las acusaciones hechas por los demandantes eran críticas que un juez puede esperar recibir en el desempeño de sus obligaciones y no estaban totalmente desprovistas de cualquier base real. Por lo tanto, no debían ser consideradas como un ataque personal gratuito, sino como un comentario ecuánime ('fair') sobre un asunto de interés público”. Y concluye que las afirmaciones de la carta no excedieron los límites de críticas permisibles en este caso.

Sin minimizar la condena del Tribunal de Estrasburgo a España en el caso de unos ecologistas que criticaron una sentencia, nuestro país queda mejor que cuando el TEDH se ha ocupado de las injurias al Rey

No todos los magistrados lo vieron así. La sentencia cuenta con un voto particular, que firman la española María Elósegui y el chipriota Georgios A. Serghides. Pero, sin minimizar el peso de la condena a España, la sentencia dice algo que los disidentes no discuten, en relación con las normas del Código Penal español que sirvieron para condenar a los autores de la carta. Se refiere en el párrafo 41 a los artículos 208 a 211 de nuestra ley penal, que considera una regulación “comprensible, previsible y compatible con el imperio de la ley”. Ahí nuestro país queda mejor que cuando el TEDH se ha ocupado de las injurias al Rey. En el caso de 2018 'Stern Taulats y Roura Capellera c. España', en el párrafo 35, se decía que “el interés de un Estado en proteger la reputación de su propio jefe de Estado no puede justificar que se le otorgue a este último un privilegio o una protección especial con respecto al derecho de informar y de expresar opiniones que le conciernen”.

Me parece que la clave de esa diferencia de consideración respecto a nuestras normas penales está en que ni los jueces ni otras autoridades gozan de una protección específica y reforzada. En 1995 desapareció del Código Penal el delito de desacato, que, en su redacción de 1973 (artículo 240) castigaba con fuertes multas las injurias a un “ministro o una autoridad en el ejercicio de sus funciones”. La supresión de ese precepto me parece un avance. Porque, cuando se trata de autoridades, la protección reforzada que se quiere dar a su reputación suele terminar en una restricción proporcional de la libertad de expresión. No solo eso: se puede perjudicar también la reputación democrática de la autoridad a la que se quiere proteger más a que al común de los ciudadanos. 

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