Opinión | Editorial

El Periódico

Un año de sacrificios

Por encima de las excepciones, la ciudadanía ha sobresalido por su sentido cívico, responsabilidad y solidaridad

Una persona mayor en una residencia.

Una persona mayor en una residencia. / periodico

España lleva, formalmente, un año de sacrificios para hacer frente a la pandemia del covid-19. Hace ahora 12 meses, el Gobierno decretó el estado de alarma, que duró hasta el 7 de junio, y ordenó un confinamiento total de la población que se alargó semanas hasta que pudo controlarse la primera ola la pandemia. Un año después, hemos sufrido dos olas más, seguimos en estado de alarma y hemos evitado otro confinamiento total a costa del esfuerzo de la ciudadanía y el sacrificio de sectores enteros de la economía, como el de la restauración. El horizonte de la inmunidad colectiva gracias a la vacuna está a la vista pero aún no es una realidad y, a pesar del encomiable trabajo de los sanitarios y de un sistema de salud sometido a un test de estrés inimaginable durante un año entero, las cifras de fallecimientos nos recuerdan la magnitud de una tragedia que ha afectado todos los aspectos de nuestra vida. 

Ha sido un año de renuncias, pérdidas y sacrificios. Un año en el que la ciudadanía española ha sobresalido por su sentido cívico, responsabilidad y solidaridad. Los pocos que incumplen las normas (organizando fiestas, saltándose el turno de vacunación...) hacen más ruido y reciben más atención que la inmensa mayoría que ha ido encajando uno detrás de otro los duros golpes de la pandemia: el encierro durante semanas; las limitaciones de libertades; la pléyade de normas sanitarias de todo tipo, demasiado a menudo contradictorias; el cierre de negocios y la pérdida de puestos de trabajo; el cambio de las condiciones de trabajo; la tragedia de los geriátricos; la distancia social con los seres queridos; el caos para acceder a ayudas económicas; los efectos sobre la salud (física y mental) de la fatiga pandémica... Pese a todo, la ciudadanía resiste, sigue adelante, trabaja cuando y donde puede, establece redes de solidaridad y cumple las normas sanitarias. Demasiado a menudo, la crítica merecida a la actitud de unos enmascara que la mayoría cumple con civismo y estoicismo las obligaciones y penurias del covid.

También a menudo los dirigentes políticos reciben una crítica general que no siempre está justificada. Es cierto que todos los niveles de la administración han cometido muchos errores de gestión de la pandemia. Que ha habido escenas penosas, descoordinación y deslealtad institucional. Pero también es verdad que nadie (ni otros gobiernos, o la comunidad científica) estaba preparado para un golpe de estas características. Obligados a gestionar sin red, demasiado a menudo sin recursos (hubo carestía de mascarillas, de respiradores y ahora de vacunas), el Gobierno central y los autonómicos han tenido que improvisar una triple estrategia: de choque sanitario para evitar el colapso de las ucis, de control epidemiológico y de vacunación. Todo ello con un conocimiento del virus que se ha ido adquiriendo sobre la marcha y con la presión de que las decisiones tomadas en el ámbito de la salud iban a tener un impacto directo en la economía.

Porque si bien plantear la gestión de la crisis con la dicotomía salud/economía es engañoso (no hay mejor política de recuperación económica que acabar con el virus), es innegable que los gobiernos han tenido que equilibrar los efectos en la economía de las restricciones que deben tomarse para preservar la salud. En España, el escudo social construido por el Gobierno en forma de ertes, créditos ICO y ayudas directas, si bien no ha sido tan robusto como sería deseable, sí ha suavizado el grave impacto social de la crisis económica. 

Pasado este año tan duro, en el horizonte asoman las vacunas y los fondos europeos. De la buena gestión de ambos depende que el año que viene la pandemia sea solo una efeméride.