La tribuna

Sin ideas

En los actos vandálicos de estos últimos días –y en sus apoyos– no hay ni la más leve voluntad de progreso. Solo veo frivolidad, narcisismo y una palmaria falta de recursos; la viva imagen de la decadencia

Destrozos en el escaparate de la tienda Diesel en Paseo de Gracia

Destrozos en el escaparate de la tienda Diesel en Paseo de Gracia / JORDI COTRINA

Anna Gener Surrell

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Las ciudades son un reflejo de sus sociedades, y a la vez, las sociedades acaban siendo un reflejo de las ciudades que habitan. De esta interacción inevitable se suceden periodos de vitalidad y decadencia en las sociedades y en sus ciudades, entrando en círculos virtuosos y viciosos indesligables. 

Cuando una sociedad se halla en una etapa dinámica y vigorosa, su ciudad avanza y lleva a cabo transformaciones que generan oportunidades de progreso económico y social. Si una sociedad decide de manera consciente que su ciudad sea útil y bella activa intensas políticas públicas y propicia la eclosión de movimientos artísticos y culturales para impregnarse de ellos. 

Las ciudades conectadas con su esencia conocen su historia, respetan el patrimonio urbanístico y arquitectónico heredado, y sienten la pulsión de mejorarlo. Son ciudades con dinámicas sanas, que cuidan su patrimonio porque lo consideran merecedor de ser disfrutado por las próximas generaciones y, a su vez, sienten la responsabilidad de dejar un nuevo legado. 

Solo cuando una ciudad es consciente de qué representa y cómo es puede ofrecer cosas al mundo. Esto es exactamente lo que le ha pasado a Barcelona en diferentes momentos de su historia y por ello, se ha hecho un lugar en el mundo distinto del que le había sido reservado. Sucedió a finales del siglo XIX, con la industrialización, el nacimiento de los movimientos sociales y el modernismo en todas sus manifestaciones artísticas, y a finales de los años 80 del siglo pasado, cuando Barcelona recuperó sus fachadas, esgrafiados y relieves modernistas, y ordenó su litoral, abriéndose al mar. Pocas ciudades han crecido tanto con tan pocos instrumentos políticos. 

Muy a menudo, tras periodos históricos efervescentes y transformacionales, las ciudades atraviesan etapas en las que no solo no son capaces de actualizar su herencia, sino que la desprecian y no la reconocen como propia, iniciando un proceso de decadencia y autodestrucción del que tardan décadas, a veces siglos, en recuperarse. Son sociedades sin ideas ni nervio, que provocan que sus ciudades se estanquen, o lo que es peor; se desconecten de su identidad y se conviertan en algo que no son. 

Hoy camino por el paseo de Gràcia, el símbolo del legado que nos dejaron Cerdà, Gaudí y una sociedad despierta y ambiciosa, que embelleció Barcelona con edificios, esculturas y monumentos. Entre varios destrozos, veo la bellísima Casa Amatller vandalizada y siento pena, vergüenza, cansancio. El paseo de Gràcia es un símbolo de la belleza consciente y trabajada, de la voluntad de transmisión de unas ideas y unos valores fundamentales, de los que debemos hacer deliberada ostentación. No es mentalmente sano violentar la belleza, quebrarla, humillarla, inutilizarla, porque en ella está implícita la idea de comunidad, de cultura, de construcción de una vida social de la que vale la pena formar parte. 

Barcelona tiene que volver a conectarse con su esencia, la vocación de modernidad, la cultura del esfuerzo y un urbanismo que sitúa el bienestar de las personas en el centro

En los actos vandálicos de estos últimos días -y en sus apoyos y complicidades- no hay ni una sola idea que aporte ni el más mínimo rastro de talento, ni la más leve voluntad de progreso. Solo veo frivolidad, narcisismo y una palmaria falta de recursos; la viva imagen de la decadencia y de la autodestrucción.

Barcelona tiene que volver a conectarse con su esencia, que no es otra que el deseo de progreso a través de la industria y del arte, la vocación de modernidad, la cultura del esfuerzo y un urbanismo que sitúa el bienestar de las personas en el centro. Barcelona también es orgullosa e insumisa, pero lo que hemos visto estos días nada tiene que ver con su manera de ser, sino con la voluntad de quedarse anclado en la excusa y en la eterna adolescencia. 

Hace años que estoy esperando un punto de inflexión, el pretexto perfecto que nos ayude a reconectarnos con lo que somos y nos permita recuperar el empuje, el nervio y la ilusión que nos ha llevado periódicamente a alcanzar etapas de brillo y progreso. ¿Qué más hace falta que suceda para que reaccionemos? Barcelona es asombrosa, pero no tiene la capacidad de aguantarlo todo.

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