Cultura
Alto riesgo de contagio
Palabras, imágenes, ideas y sonidos viajan por el aire –gotículas o aerosoles– de manera incontrolable
Josep Maria Pou
Actor y director teatral
Josep Maria Pou
La cultura es contagiosa. Por suerte. He visto a gente infectarse del virus del teatro y acarrear una enfermedad incurable de por vida. Sé de quien ha agotado su saldo telefónico en muy pocas horas con el solo propósito de recomendar El infinito en un junco, expandiendo el virus de la lectura hasta tal punto que ha hecho imposible, por inabarcable, cualquier rastreo. Yo mismo me he pasado una mañana entera canturreando el estribillo de una canción que me infectó a primera hora del día, entre la ducha y el desayuno. Tengo un amigo al que le sube la temperatura por encima de treinta y ocho cada vez que escucha a Joni Mitchell. Y otro al que le cuesta respirar, que se queda, literalmente, sin aire, cuando se enfrenta al retrato de Inocencio X en versión de Francis Bacon.
Conozco a muchos infectados de musicales que han desarrollado un TOC (trastorno obsesivo-compulsivo) consistente en contagiar, obstinados, su afición, a cualquiera que se les ponga por delante. Suelen transmitir el virus Lloyd Webber, pero también la variante Sondheim, con mayor carga viral, aunque menos dañina, por suerte. Y si hablamos de ‘supercontagiadores’ no podemos ignorar a los millones infectados de Star Treck y Star Wars (múltiples y variadas cepas, en ambos casos). O a los que en su día se contagiaron del virus Verdi (que suele entrar por el oído), y andan, desde entonces, ansiosos, buscando la reinfección, ya sea con Wagner, Mozart o Beethoven, igual de virulentos e incurables.
Sí. La cultura es contagiosa. Y somos millones, por suerte, los infectados. Palabras, imágenes, ideas y sonidos viajan por el aire –gotículas o aerosoles– de manera incontrolable. Saltan de mente en mente. Cruzan fronteras. Se instalan, sin papeles, donde mejor se acomodan. La cultura se mueve libre, nos lleva a otros mundos, abre nuevas perspectivas. Es el vector principal de muchas ideas salvadoras. También desestabilizadoras. Y solo hay una vacuna capaz de interrumpir esa transmisión. Se llama censura. Algunos gobiernos la administran a lo bestia, con pinchazo brutal, de forma inmisericorde, y otros lo hacen de manera sibilina, en dosis apenas perceptibles.
Pero no, disculpen; rectifico de inmediato. Me doy cuenta de que hago mal llamando vacuna a la censura. Vacuna es una palabra que asociamos a protección, a salvación. Y no, la censura no es nada de eso. La censura es otro virus, tan dañino y letal como muchos de sus colegas. Puede que sea, incluso, uno de esos llamados ‘virófagos’, capaces de atacar e infectar a todos los demás virus.
Me digo que habrá que aprender a caminar, con tino, entre tanto bicho. A distinguir, sobre todo, unos de otros. Si malo es el de la censura, mucho peor el de la violencia. Y el del odio. El del mal gusto. El de la provocación gratuita. El de la ignorancia. El de la represión. El del victimismo. Y el del vandalismo sin medida. Todos, por desgracia, igual de contagiosos.
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