Una palabra estigmatizada

Del pícaro al 'píjaro'

Llamar "pícaros" a los que se saltan la cola de las vacunas pervierte el significado del término: son sinvergüenzas, desalmados, irresponsables, trepas, pancistas, egoístas, cretinos, malnacidos o indeseables

El Govern no tiene intención de investigar la vacunación irregular del obispo Sebastià Taltavull

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Miqui Otero

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A los alcaldes que se saltan la cola de la vacuna, a los ‘youtubers’ que prefieren comprar Toblerones más grandes (y pagar impuestos más pequeños) en Andorra, a los partidos juzgados por financiarse con sobres, a los obispos que comulgan con obleas de Pfizer antes que sus feligreses… se les llama estos días “pícaros”. Cada vez que un tertuliano, o un político, dice: “Claro, estas cosas pasan aquí porque está en nuestra naturaleza: la picaresca”, yo tengo que tomarme primero la tensión y luego un chupito de tila para no saltar.

Todos esos personajes no son pícaros. Llamarlos pícaros no solo pervierte lo que significa el término, ya de por sí estigmatizado, sino que, paradójicamente, redime al poderoso al que se le aplica. Lo primero no es tan importante, pero lo segundo es grave. El pícaro adinerado no existe. Es un oxímoron tan gordo como decir caracol veloz o banquero generoso. Si alguien muy privilegiado hace esas cosas, hay que referirse a él de otras formas: sinvergüenza, desalmado, irresponsable, trepa, pancista, egoísta, cretino, malnacido, indeseable. Pícaro es quien no tiene nada y por tanto no tiene nada que perder, pero no es quien tiene mucho y quiere más. Quizá deberíamos inventar una palabra para el segundo…

Ingenio para sobrevivir

Me explico. El pícaro es el protagonista de ese glorioso subgénero de la literatura española conocido como literatura picaresca. El pícaro llegó para encarnar la cara b de la España Imperial, para barrer debajo del camastro y sacar la borra, los duelos y quebrantos y hasta los cadáveres. Ante la idealización de unos héroes que miraban por encima del hombro y la golilla, se habló de hidalgos arruinados, religiosos cínicos y, sobre todo, pobres como ratas que intentaban buscarse la vida. Es El Buscón, por ejemplo, que tiene que ver cómo el cabrón del clérigo, como los quiere matar de hambre, cuando lee el mandamiento de “No matarás” añade “No matarás capones, gallinas...” Y es el Lazarillo, que cuando le roba uvas de dos en dos al ciego, este lo pilla. ¿Cómo, si no puede ver? Pues porque él las está cogiendo de tres en tres y su “protegido” no le dice nada. Ese tipo de personajes son pícaros: desheredados, huérfanos, sin calzado, sin futuro. Armados solo de su ingenio, lo único que les puede permitir sobrevivir.

Es decir, justo lo contrario que el privilegiado del sistema que, además, se aprovecha del mismo. El otro día hablaba con José Ignacio Carnero en una terraza. Nos divertía mirar los apellidos en las papeletas electorales de los partidos de derechas y analizar las manifestaciones seudonegacionistas de la pandemia. Me expuso diferentes tipos de pijo que había conocido, del que intentaba no trabajar nada al que, peor aún, sí lo hacía y pretendía hacerte creer que solo gracias a su esfuerzo, y a algunas discretas trampitas, había llegado donde había llegado. Pronto llegamos nosotros a un sitio, a la conclusión de que un pijo que se cree un pícaro, además de ser un cretino, merece un neologismo: “píjaro”. Suena a “pájaro”, en despectivo, a “pijo” y, vagamente, a “pícaro”.

Sinvergüenzas

Porque, como dijeron Eduardo Mendoza y José Luis Cuerda en una conversación que tuve la suerte de moderar hace años, cuando aún no había pandemia de covid pero sí de ‘píjaros’ en el firmamento político: “El pícaro es una de las figuras más loables de la civilización occidental. Usa la inteligencia exclusivamente para sobrevivir, mientras que el sinvergüenza, que es un ser que odio, pone en juego la pillería, lo que la inteligencia tiene de más periférico, para lucrarse. Echo de menos a un pícaro que acabe con todos los sinvergüenzas de este país”.

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