Poesía

Una novia y un padre moribundo

No hay amor manchado ni lo hay eterno, cuenta Juan José Téllez en 'Los amores sucios'

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Silvia Cruz Lapeña

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De joven, me costaba la poesía. La brevedad de las sentencias me molestaba. No la de su duración, la de su mancha; mucho blanco en el papel, frases cortadas. Quería cosas sólidas, la carne, el amor del que hablaba el verso. No las palabras. 

Yo volví a la adolescencia después de vivir un siglo, como cantaba Parra, y eso ha vuelto mis dedos más sensibles. Al papel, primero: mis yemas barruntan si son una o dos las páginas que agarro al pasar las hojas de cualquier libro. Pero también a la máquina: noto por el vibrar del teléfono quién me reclama. 

Esa sensibilidad afecta a los ojos y noto que hoy soy apta para el verso. Lo sé al leer ‘Los amores sucios’ de Juan José Téllez, y lo confirmo cuando ante sus blancos, sus márgenes y sus hemistiquios, no oigo un vacío: veo música.

Jugar limpio

Ese puñado de poemas afirman lo contrario de su título: no hay amor manchado, ni lo hay eterno, algo que su autor cuenta cantando. “Huye de aquellos que te quieran demasiado, / pues también llegará el rencor con aguacero”. Partir de ahí es jugar limpio. Es tener certeza de lo finito, donde solo queda espacio para algún reproche chiquito, musical, pero tajante: “Yo no soy una canción para bailarme”.

Saber que el amor se acaba no debe ser peso sino polea. Hará que lo nuevo suba, ligero y bien arriba, permitiéndole ir del corazón a otros asuntos, liviano, liberado de la carga de lo eterno. Amando se cura la manía de mirar hacia adelante: “El azar les juntó y el azar les lleva / por una larga ruta que no tiene mapa / y en donde tampoco importa en demasía / si aguardarán los pañuelos del adiós / en las remotas estaciones del futuro”.

Amar y comprar el pan

Parece que quien ama no haga otra cosa y es mentira. Una ama y compra el pan; coloca en el cajón las bragas blancas junto a las rojas; llama a su hermano; piensa a quién votar y atiende la llamada de un ex lejano que consigue romper, dos segunditos, el flujo del amor recién estrenado. Lo sabe Téllez, por eso pone un ojo en el verso, otro en la crónica y el corazón en la Historia: “Yo tuve una novia y un padre moribundo / entre barrios grises de luces milagrosas. / La libertad latía bajo nuevas banderas / y mi alma esperaba que esa vez fuese cierto”. Un ligue junto a un padre que se muere no es metáfora, es el amor que pasa.

Téllez no echa de menos, seguro de que otro amor se acercará sonando a rumba aunque él camine aún a compás de seguiriya. Y así volver a ser (juraste ¡nunca!) maga, doctora y curandera: “No sería sencillo besar tus cicatrices, / pero solo había una forma de saberlo”. O buscadora de suerte, paciente y creyente: “Dame una cita al sur, de tarde en tarde, / para que huela las flores de tu sombra / y admire la belleza que he perdido”.

Y no hay prevención posible, dice Téllez, advirtiéndonos del gran problema: “Nuestro mayor obstáculo, nosotros mismos”. Pero también para eso tiene receta. Una invitación a abrirse y olvidar con un bello recordatorio quitamiedos: “La lujuria siempre fue un acto de disidencia", dice un poeta tan real, tan de la tierra.

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