UNA PASIÓN SIN LÍMITES

¿Por qué morimos en la montaña?

Sergi Mingote

Sergi Mingote / EL PERIÓDICO

Emilio Pérez de Rozas

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El pasado viernes, mientras dialogaba con Carmelo Ezpeleta, máximo responsable y mago del Mundial de motociclismo, le llegó la noticia, durante nuestra conversación, del fallecimiento del piloto francés Pierre Cherpin en la reciente edición del Dakar. Me pidió un minuto de pausa en nuestra charla, que no tenía nada que ver con el rally desértico, y a continuación me dijo: “Espero que no vuelva el maldito ruido de por qué se mata la gente en el Dakar, en MotoGP, en las carreras de coches, en los montañas, en cualquier deporte de riesgo. Espero que no vuelva la demagogia sobre esas situaciones porque, en lo único que no piensan todos esos que hacen ruido cuando critican a esos deportes, es que sus deportistas, sus practicantes, muchos de sus aficionados, viven esa actividad como lo más lindo, emocionante y fantástico de sus vidas. Cuando decimos que ‘murió practicando el deporte que amaba, que quería, por el que se volvía loco, el que le permitía seguir viviendo como él quería’, es la pura realidad, por dura que sea”, me dijo el organizador del Mundial de dos ruedas, a quien se le rompe el corazón (como a todos) cuando alguno de sus chicos sufre un grave accidente o fallece a consecuencia de una caída o, últimamente, de un maldito y desafortunado atropello por parte de un compañero de parrilla, que no pudo evitarlo en su caída.

Montañas (casi) inaccesibles

Es posible, sí, que el alpinismo de altura, el de las grandes conquistas, el de máxima dificultad, aquel al que el deportista, su practicante, añade aún más dificultad, por ejemplo, negándose a utilizar botellas de oxígeno, buscando vías inéditas, las caras vírgenes de esa cima o épocas duras de esas ya de por sí malditas montañas, sea el deporte en el que sus protagonistas se preguntan más a menudo las profundas razones que les llevan a practicarlo. Porque no olvidemos que, de cómodo, de placentero, ese deporte no tiene nada: viajas miles de kilómetros, llevas pesadas mochilas, soportas condiciones climatológicas extremas, hambre, sí, sí, hambre, sueño, sufres y puedes morir, en efecto.

Es evidente que para los simples espectadores, para cualquiera de nosotros, las explicaciones que dan aquellos que han convertido las montañas vírgenes, que no tienen por qué ser solo ‘ochomiles’, en sus grandes retos, no nos alcance para entender por qué van allí, por qué se arriesgan, qué buscan. Como de la misma manera que tampoco entendemos por qué Marc Márquez y su tribu pilota a 350 kilómetros por hora jugándose la vida. “Porque lo llevan haciendo desde que tenían cinco años, porque lo llevan en la sangre, porque es su pasión, porque ellos tienen tan interiorizado el riesgo, tan superado, tan controlado, tan suyo, que ni se dan cuenta”, me dijo un día Roser Alentá, la maravillosa mamá de los Márquez.

Las razones de los maestros

Contaba un día el gran alpinista y divulgador Simón Elías que, en cierta ocasión, le preguntaron a George Mallory, posiblemente el primer conquistador del Everest, en 1924, por qué escalaba montañas. “Porque están ahí”, respondió el escalador británico. Otro de los grandes, de los inmensos, Walter Bonatti, explicó un día que fue “la curiosidad por conocer ese mundo” donde aún quedaban espacios vírgenes lo que le empujo a la montaña. “Y, de paso, me ayudó a conocerme a mí”.

En esa misma vía, es decir, bajo esa misma perspectiva, el monstruo de los monstruos, Reinhold Messner, el primer hombre en escalar los 14 ‘ochomiles’ que hay en el mundo, inventó el alpinismo de renuncia. “El alpinismo, que nació, lógicamente, en los Alpes, había sido el tradicional, luego se buscó la escalada de dificultad y a mí se me ocurrió propagar el alpinismo de renuncia. Es de renuncia porque es dejar de lado la cuerda, al compañero y las botellas de oxígeno. Solo así era válido un alpinismo para mí. Esa es mi filosofía”. Por ello, cuando le preguntaban a Messner cual había sido su mayor logro, repondía: “Sobrevivir”.

En recuerdo de los muertos

Emmanuel Ratouis, guía de alta montaña, alpinista y escritor publicó un libro tras haber estudiado a sus compañeros, hablado con expertos y realizado encuestas, intentando dar respuesta a ¿por qué lo hacemos? Y una de sus respuestas más firmes, más convincentes, mejor argumentada fue “escalamos por los muertos”. Escalamos por aquellos que nos precedieron y nos dieron vida, como relataba, hace algunos años, Simón Elías en la revista ‘Oxígeno’. Ascendemos montañas con un inminente peligro de morir porque nuestros antepasados murieron en lo físico pero no en lo psicológico.

No hay duda de que Sergio Mingote tenía sus propias razones para seguir retando a la montaña, incluso a la más dura y asesina de todas, el K-2. Pero tampoco debemos olvidar que, en Mingote, había una faceta, digna de agradecer y maravillosa para el resto de mortales, que era la de divulgador, la de maestro, la de profesor que, con sus experiencias, con sus expediciones, quería dar a conocer, desde dentro, desde el dolor y la dureza que se vive allá arriba, bajo cero, sobre el hielo, temiendo la avalancha de nieve, los aludes, cómo era el deporte que amaba.

Y lo hacía para intentar que lo amásemos los demás. No solo a él, también a la montaña.