Opinión | Editorial

El Periódico

Votar en pandemia en Catalunya

Un retraso de las elecciones puede estar justificado por el covid, pero tiene graves implicaciones políticas con el Parlament disuelto y un Govern amortizado

Urnas y papeletas de las últimas elecciones autonómicas celebradas el 21 de diciembre del 2017.

Urnas y papeletas de las últimas elecciones autonómicas celebradas el 21 de diciembre del 2017. / Julio Carbó

Portugal sufre con mucha dureza el azote del covid y su Gobierno ha decretado un confinamiento muy similar al del mes de marzo. Sin embargo, no ha cancelado las elecciones presidenciales previstas para el próximo 24 de enero. En Catalunya, hoy , las cifras de la pandemia, siendo graves, son mejores que las de Portugal. Hay unas elecciones convocadas para dentro de un mes, el 14 de febrero, y hay indicios de que este jueves se decidirá retrasar la cita con las urnas. En estos tiempos de eufemismos y pandemia propagandística, es necesario llamar a las cosas por su nombre: retrasar las elecciones es restringir de forma temporal el derecho fundamental de participación política. Una aclaración necesaria para entender el calado de la decisión que se tome. 

Queda fuera de discusión que la protección de la salud pública prevalece sobre cualquier otra consideración. La evolución epidemiológica es ciertamente preocupante, y no puede saberse cómo estaremos el 14 de febrero, si bien los augurios son malos . Eso sí, no tan negativos como los de Portugal hoy o como los que había en Euskadi y Galicia cuando en abril se tomó la decisión de retrasar las elecciones. Hay otras diferencias respecto al referente vasco y gallego: entonces había un confinamiento domiciliario que restringía la libertad de movimientos, vital para unas comicios, y hubo consenso de los partidos (el PSC señala, al igual que Laura Borràs, que en otros países se ha votado con restricciones más duras). Igual que sucedió entonces, si Catalunya este jueves decide aplazar la llamada a las urnas, la decisión se tomará con una base jurídica débil, sin un marco legal claro que ampare una decisión así. Eso no quita que el aplazamiento pueda estar justificador por motivos de salud pública.

Políticamente, un retraso sería una pésima noticia para Catalunya. Esta legislatura está formalmente acabada desde que el ‘president’ Quim Torra así lo declaró el pasado enero. No hay Parlament, porque ya ha sido disuelto, y por no haber no hay ni presidente de la Generalitat, porque en un acto de funambulismo político que ha sido la tónica desde 2017, los dos socios del Govern acordaron que Pere Aragonès sea vicepresidente en funciones de presidente. Sin presidente, sin Parlament, con dos socios enfrentados y luchando electoralmente por el mismo espacio político, este es el Ejecutivo que debe lidiar con cada una las tres terribles caras de la pandemia: la crisis sanitaria, la crisis económica y la crisis social.

Cuesta mucho no ver intereses partidistas en el retraso electoral. Ya los hubo a la hora de decidir la fecha en el largo proceso que acabó con la inhabilitación de Torra como ‘president’ de la Generalitat. Cuesta entender que pueda haber elecciones al Barça y no autonómicas. Pero aunque la decisión de aplazar el 14-F se tomara por motivos únicamente sanitarios, las consecuencias son muy graves. ¿Quién es el presidente? ¿Quién controla al Govern? ¿Cómo y ante quién se pasa cuentas de la gestión de la pandemia? Y hay más preguntas: ¿Qué garantía hay de que después del 14-F las elecciones se podrán celebrar? ¿Cuánto tiempo puede permitirse estar Catalunya sin ‘president’ y sin Parlament?

En caso de retraso, y dada la situación de emergencia, no parece mucho pedir que JxCat y ERC revisen su acuerdo y que al frente del Govern que debe gestionar la crisis haya un presidente con todas las atribuciones de su cargo. Y que la nueva fecha electoral sea cuanto antes. Una Catalunya sin instituciones corre el riesgo de caer en la irrelevancia.