Consecuencias del asalto

El primero de la clase o de cómo EEUU creyó poder dar lecciones de democracia

La gestión que se haga de los hechos del Capitolio marcará un precedente muy importante a nivel internacional

Trump acepta una "transición ordenada" tras el asalto de sus seguidores al Capitolio

Trump acepta una "transición ordenada" tras el asalto de sus seguidores al Capitolio

Sonia Alndolz

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En 1945, las potencias aliadas que habían vencido al nazismo en Europa y a Japón en el Pacífico impulsaron la creación de la Organización de las Naciones Unidas. En paralelo, los Estados Unidos de América iniciaban a través del presidente Roosevelt un conjunto de instituciones económicas bajo el nombre de sistema de Bretton Woods, con la intención de promover su modelo económico entre otros estados. En esos primeros años de la posguerra, entre 1946 y 1947, se hizo evidente que las dos superpotencias militares y políticas tenían una visión opuesta del panorama internacional. Esas dos visiones nos llevaron a la Guerra Fría y es desde esa etapa que EEUU se autoabanderó como adalid de las democracias liberales. De la misma manera que Roosevelt pronto comprendió que liderar el bloque occidental en Guerra Fría tenía costes a muchos niveles, Trump no ha querido acatar ninguno de los costes que supone hoy en día seguir actuando como líder mundial de ciertos valores. Girando la vista hacia otro lado, moviendo la mano con ese gesto tan característico suyo que parece decir “quita, quita”, o restando importancia a errores, el vigente presidente de EEUU y quienes le apoyan han abierto, aún más, la brecha y la confusión en el debate de fondo: ninguna democracia es perfecta pero ¿sigue siendo el modelo menos malo para gobernar un país? 

Durante la Guerra Fría, la URSS invitaba a los estados del Este a seguir la llamada democracia popular y EEUU recomendaba a los suyos optar por la democracia liberal. Las diferencias eran claras, pero durante las últimas dos décadas y cada vez con más claridad, ambos modelos se han ido desdibujando y entremezclando. En el mundo académico y del análisis político hace tiempo que se empezó a utilizar “democracia iliberal” para referirse a la Federación Rusa, heredera de la antigua URSS. Ocurre lo mismo con la República Popular China que, aunque juega en primera división y prácticamente es la superpotencia mundial en producción y liquidez financiera, difícilmente puede ser considerada democracia bajo el estándar occidental. Su reducido sistema de derechos y libertades y la inexistente pluralidad política son incompatibles con ella. 

Ahora bien, EEUU ha seguido defendiendo que es la democracia más consolidada, la más libre y la más robusta del panorama internacional. Esto lo ha hecho durante décadas, como decíamos, mientras socavaba gobiernos no afines con métodos opacos, enviaba tropas para hacer decantar elecciones, aprobaba o eliminaba acuerdos comerciales concretos para presionar candidatos en América del Sur, Asia Central o África Austral. Estas lecciones de democracia plena y libre se daban siempre delante de toda la clase, haciendo saber al resto de alumnos qué estudiante estaba fallando y porqué no había que seguir su ejemplo, humillando a líderes extranjeros o a sus poblaciones por la elección que hubiesen hecho. 

Así, llegamos al final de la presidencia de Donald Trump. Después de cuatro años avivando la polarización y el odio entre grupos sociales, rompiendo las normas establecidas, los acuerdos alcanzados y las dinámicas habituales a nivel internacional, Trump no iba a ser un buen perdedor. Lo ocurrido en el Capitolio tiene consecuencias mucho más allá de Washington D.C. Ninguna democracia es perfecta, pero todas deben tener unas líneas rojas: las instituciones deben poder reaccionar y proteger el Estado. Ojo, no el Gobierno, como exigen los trumpistas, el Estado. Cualquier gobierno debe ser temporal y renovable. La gestión que se haga de los hechos del Capitolio marcará un precedente muy importante a nivel internacional, pero lo ocurrido hasta ahora ya lo ha hecho: un grupo de hombres blancos, armados y claramente con intenciones violentas puede acercarse hasta el corazón de la soberanía norteamericana con una respuesta tibia y lenta de los mecanismos de alarma. El mensaje está claro: la democracia libre lo es todavía solo para unos pocos y son los de siempre. Las instituciones norteamericanas deben ser firmes y contundentes con la reacción y aceptar que no pueden dar lecciones a nadie, pero el resto de países debemos reconocer nuestros tics iliberales para no permitirlos.

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